› Por Eduardo Aliverti
Desde México D.F.
Escribo esta nota mientras participo, en el Distrito Federal de México, en la Sexta Bienal Internacional de Radio. Y la buena fortuna periodística quiere que el hecho coincida con la militarización de la frontera dispuesta por Bush, junto con un muro de más de 500 kilómetros (casi cuatro veces el de Berlín, como para comparar en extensión y en simbología política).
Sectores de la propia derecha gobernante en México hablan del fracaso de la gestión oficial en dos planos ligados íntimamente. Por una parte, la (no) creación de mejores condiciones de empleo y de vida, capaces de desalentar una emigración ilegal y desesperada que ya alcanza el ritmo de 900 mil mexicanos por año. Y por otra, una política exterior que, gracias al Tratado de Libre Comercio firmado con Washington, profundizó la dependencia económica hasta límites que algunos analistas ya vienen configurando como representativos de un status de colonia. La Guardia Nacional, que Bush despachará desde el 1º de junio en número inicial de 6 mil efectivos, tiene una prerrogativa que aquí no fue resaltada y que habla, quizá como ningún otro dato, de la potencialidad del conflicto: puede disparar con armas de fuego. El presidente Fox se presenta impávido, como si se tratase de la relación entre un emperador y un lacayo del exterior. Pero muy por encima de eso, el episodio ya no nos habla, solamente, de una derecha recalcitrante a la caza mundial de extremistas reales o inventados, sino de sus componentes xenófobos y racistas. Un diario cita al historiador José Manuel Villalpando, quien sostiene que las leyes estadounidenses están fundamentadas en el calvinismo puritano, para el que un grupo de hombres escogido por Dios –norteamericanos de procedencia europea– llegaron a América a fin de explotar las tierras que el ser supremo les concedió, y la potestad de controlar a las razas inferiores. De todas maneras, estas apreciaciones provienen de una realidad y horizonte previsibles o ya comentados. Hay otros factores, en cambio, mucho menos anoticiados, entre otras cosas porque implican consideraciones antipáticas si se los ve con perspectiva progresista. Y si bien el disparador, en este caso, es la situación mexicana, puede asumirse que hay un tronco común con la inmensa mayoría de la región americana.
México es un país con alrededor de 110 millones de habitantes, con dos velocidades. La del norte y el centro, que son, respectivamente, el tractor industrial y la gerencia administrativa, financiera y de servicios. Y el sur indígena más puro, basado en la primarización agrícola. De ninguna manera se puede hablar de México como de una Nación, porque entre la velocidad 1 y la 2 jamás hubo integración ni la hay hasta donde da la vista. Si fuera por el norte y el centro y si no fuera porque el sur de los indios tiene una de las reservas de agua y biodiversidad más grandes del planeta, más hubieran querido norte y centro haberse desprendido hace rato del sur. Y el sur, tal vez, ya estaría arreglándoselas solo, a gusto con un ancestralismo prehispánico que tampoco quiere saber nada con integrarse a un concepto de Estado. Tema árido y polémico como pocos, la impresión generalizada es que de eso va el asunto; y que, aunque en México se expresa con la más contundente de las maneras, es una fotografía del tipo de expectativas entre las poblaciones étnicas y los clases dominantes de gran parte del continente. Sin embargo, así quitáramos el elemento etnicista, las dos velocidades –en forma de zonas económicas– se reproducen donde uno quiera detenerse. Y los pueblos, en el largo proceso hacia quién sabe dónde, no siempre aciertan en el discernimiento acerca del consumo e imaginario consumista de algunas de sus capas y el sufrimiento de las mayorías (o de vastos sectores).
Tomado México, no se ve ni se releva que las poblaciones de las grandes urbes estén mayormente preocupadas, ni mucho menos, por el creciente problema de la frontera con EE.UU. Y otro tanto con lo que ocurre hacia el sur. Hay que tomar nota de ciertas dimensiones: casi un millón de mexicanos, por año, que se lanzan al probable suicidio de cruzar la frontera, son tan una monstruosidad numérica como ni siquiera el 1 por ciento del total de habitantes. Y desde el sur (14 millones de indígenas), la incidencia del zapatismo parece ser definitivamente acotada. Marcos, coinciden todas las fuentes consultadas, tiene una ascendencia en alza entre grupos estudiantiles de la universidad pública y, desde ya, entre las franjas chiapanecas más postergadas. Pero no logra atravesar esos parámetros, pese a que su figura de guerrillero justiciero y romántico, y su retórica atractiva, tienen una penetración mediática no menor.
México vive al compás de una economía sustentada en pocos y gigantescos emporios, ya supranacionales, que controlan todos los resortes de producción y servicios. Más otra informal, casi igual de gigante, que opera como factor de control social porque es el orificio por donde descarga la olla a presión de la pobreza. En los dos casos, el concepto es una sociedad transculturizada o yanquilizada, como se quiera, de difícil o imposible digestión. Gente muy considerable del área de las artes dice que este país, otrora referencia literaria y musical, hoy ya no genera más nada que amerite ser estimado relevante, en cuanto a industria. Se transformó de productor a consumidor neto de cultura ajena, lo cual impone una dominación estratégica sobre las mayorías que tanto se aprecia en las manifestaciones de la vida cotidiana como en un debate político pobrísimo (plena campaña electoral).
El más o menos 70 por ciento de los mexicanos que siempre estuvieron afuera o en el borde del mapa sigue estándolo, un poco o bastante peor si es por la población campesina, tras el TLC acordado con la Casa Blanca. Y siempre, también, preso de una desarticulación política dramática, con protestas sociales desperdigadas que no hallan cauce en ninguna de las “opciones” partidarias o institucionales. El 30 por ciento restante se siente a gusto o resignado con los espejitos de colores del siglo XXI. Y por ahora ofrece la única novedad –o interrogante– de una flamante generación pequeño-burguesa, 20 a 40 años, que no creció bajo el autoritarismo sufrido por las anteriores y que rechaza al tradicionalismo del funcionamiento político como no sea para cuestionar ciertos aspectos del destino estructural de los mexicanos (qué hacer con la fenomenología indígena, por ejemplo, a la que no le encuentran la vuelta entre el respeto antropológico y la improbabilidad de sumarla a un criterio de progreso modernista).
Chiapas, Marcos, el muro y la militarización fronteriza, los pavorosos e incrementados índices de pobreza e indigencia en las poblaciones rurales, y así sucesivamente hasta completar el dibujo del país de las dos velocidades, quedan lejos y hasta muy lejos de las inquietudes de fondo de quienes tienen las riendas mexicanas; y lo mismo, digámoslo, de los ciudadanos más plenos o más ficticios de las sedes del poder. No ven en nada de aquello una amenaza sustancial. Hay la seguridad del manejo de sujeción cultural, apoyado en un oligopolio mediático espeluznante.
Este cronista, en consecuencia, no sabe si está escribiendo desde un lugar donde una porción aplastante de las cosas que sirven para dominar ya están consolidadas. O desde otro, que podría ser una caldera incontrolable en alguna instancia que hoy (le) resulta muy complicado de avizorar.
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