› Por José Pablo Feinmann
Ella tiene ochenta y un años y es hermosa. Fuerte, llena de vida, carga sobre sí los más grandes dolores que una mujer puede soportar. Le costó años largos y duros volver a la vida, tratar de entender lo incomprensible. Siempre fue antiperonista, por tradición familiar y por convicciones propias. Porque nada le viene de afuera, no acepta nada sin someterlo a su propio juicio, que es tenaz. Vi fotos suyas de cuando era joven, de épocas muy remotas en que la alegría se aliaba con el desconocimiento del futuro, con lo que se le venía. Era una chica tan, tan linda Elsa. Como ahora, ahí, donde ahora increíblemente la veo, en el palco del 25 de Mayo, al lado de Kirchner, mientras Kirchner habla y ella está, en cuadro, saliendo por la tele, serena, con una sonrisa de Gioconda, aplaudiendo a veces, otras escuchando, como si nada, como si hubiera nacido para estar ahí.
Nadie (en ningún lado, al menos, lo leí) advirtió que la mujer que estaba junto a K en el palco, perfectamente tomada por la tele de tal modo que sólo los dos, ella y el K, salían en cuadro, era Elsa Oesterheld. La mujer de Héctor Germán Oesterheld, nuestro amado maestro, el gran narrador de la fecunda historietística argentina, asesinado en 1977 por los militares, que todavía se juntan, hacen actos y golpean a periodistas. Nadie la vio. Pobres. Todos buscaban las hendijas para destruir lo que para ella, esa tarde, era una fiesta. Ella, Elsa, que es más antiperonista que todos los jurásicos antiperonistas que le han brotado al país, vivió feliz esa tarde. Se dio cuenta, no bien llegó, de que no había escudos peronistas, ni marchita, ni fotos de Perón ni de Evita, ni consignas anti (el antipueblo, la antipatria, los vendepatrias y todos esos antagonismos que manejaba Perón), sino un enorme cartel que decía “La Patria Somos Todos”.
Porque Elsa tenía diferencias con Héctor, solían discutir de política. Ella, tal vez como madre fecunda de cuatro hijas, le hablaba desde sus certezas, desde sus temores y sus cautelas. “Vos nunca fuiste peronista.” Héctor solía decirle que éste, el de los pibes de los setenta, el de los pibes que de muy pibes habían leído El Eternauta, El Sargento Kirk, Bull Rocket, Ticonderoga y Ernie Pike, con dibujos del talentoso Solano López y del inmenso, único Hugo Pratt, eran otros pibes, y éste, el que practicaban, otro peronismo. Elsa presentía algo oscuro en el horizonte: así se dice en las historietas y en las películas. También se dice: “Todo está muy quieto allí. Puede ser peligroso”. Elsa tenía razón. Lo que esperaba en el horizonte era el terror inexpresable, el que ninguna historieta había anticipado. Sólo una: El Eternauta. En el horizonte esperaba la nieve de la muerte. El 21 de abril de 1977 se lo llevó a Héctor. Y después, ese terror le llevó a Elsa sus cuatro hijas.
Pero ahora está en el palco presidencial. Y esa noche la llamo y me cuenta todo. Estaba orgullosa de haber estado ahí. “¿No me viste en la televisión?” Me cuenta todo. Fue hacia el palco junto con el Presidente. Había muchos caños y algunos a baja altura, peligrosos. Con ellos se había armado el palco. “Cuidado –le dice K–, bajá la cabeza que si no te das con ese caño.” Elsa baja la cabeza y dice: “Vea, Presi: nunca un presidente me había cuidado la cabeza. Al contrario, si me habrán golpeado ahí y en todas partes”. Me cuenta que –una vez frente a la multitud– K le dice: “Mirá, ¿ves aquella esquina? Ahí estaba yo hace treinta y tres años”. “No pude ver la esquina –me cuenta Elsa–, con la de gente que había.” Me dice un montón de cosas. Que con las abuelas está bien. Que con Estela Carlotto tiene buena relación. Le digo que me alegro. Y me alegro porque sé que Elsa no quiso ser una Madre de Plaza de Mayo. Que sus dolores y disidencias con Héctor le impedían participar con las demás. Lo de Elsa fue una tragedia doble: la de perder a los suyos y la de no compartir los motivos por los cuales los había perdido. “No entiendo. Si Héctor nunca fue peronista.” Con los años se ha ido reconciliando con Héctor. Comprensible: ¡son tantos los afectos que Héctor le da! Son tantos los chicos que siguen leyendo a Oesterheld. Es mágico estar con Elsa. Si Héctor es el padre de Kirk, de Juan Salvo y de Ernie Pike y de Maha y del doctor Forbes, Elsa es la madre. Elsa lo vio a Héctor escribir esas historias maravillosas. Los vio a Pratt y a Solano López y a Arturo Del Castillo y a Zoppi reunirse en la casona de Vicente López, la misma donde empieza El Eternauta. Yo, por ejemplo, no leí tanto a Salgari y a Julio Verne. Nunca me sentí un freak por eso. Yo leía a Oesterheld. No sólo sus historietas, sino sus libros, los que salían en la Editorial Frontera, allá por 1954, 1955, 1956. Recuerdo los cinco primeros que salieron de Kirk: Muerte en el desierto, Hermanos de sangre, Oro Tchatoga, Los espectros de Fort Vance, La balada de los tres hombres muertos. Este, que se lo regalé a Guillermo Saccomanno, terminaba con la frase: “¿Desde cuándo despiojarse es una aventura?”. Esa frase está en mi novela El ejército de ceniza. Y por ella la novela vale lo que vale, sea poco o mucho.
Ahora Elsa –que siempre lleva todo el dolor y que lo va a llevar hasta el fin– se ha confortado algo. Tiene un nieto, Martín, hijo de Estela, una de sus hijas desaparecidas, y Martin salió bárbaro y se ocupa de la obra de su abuelo y parece que por fin se filma El Eternauta en Italia. De Martín tiene un bisnieto, Tomás, de diez años. Tiene otro nieto, Fernando, que está en Alemania. Todos le dicen “Lala”. A ella le gusta. Y tiene muchos otros hijos. Recorre las escuelas y la rodean. “Me rodean –dice– los chicos que siguen leyendo a Héctor.” Y ella les dice una de sus convicciones de fierro, la más fuerte: “A la patria –les dice– se la cuida viviendo, no muriendo.” Porque ya no queda odio en Elsa. Había más odio, un odio viejo y estéril, en los diarios del día siguiente al 25 que en Elsa.
Me dice: “Cuando el Presi dijo lo de los treinta mil desaparecidos...” Aquí siempre se le corta la voz. Pasan los años, muchos años, pero a Elsa, todavía, en algún momento se le quiebra la voz, y eso que es fuerte, que es un roble. “Cuando dijo eso –sigue–, en cada chico de la multitud veía a mis hijas.” Tiene, por el teléfono, una voz clara, nada logró erosionar esa limpidez, esa diafanidad joven. Parece una piba y, con orgullo, lo sabe. La vida le quitó todo y después le devolvió algo. Pero no todo.
Ahora bien, ¡qué raro que nadie dijera nada! Estuvo en cuadro, junto al Presidente, durante todo el discurso. ¿Nadie se preguntó quién era esa mujer? Y bueno, allá ellos. No saben lo que se pierden. Ni deben saber quién fue Héctor. Pero bien lo saben algunos grandes de la cultura de este país. Lo sabe el Negro Fontanarrosa, que habrá gritado de alegría, como si festejara un gol de Central, no bien la vio a Elsa en el palco. Lo sabe Juan Sasturain. Lo sabe Carlos Trillo. Lo sabe Guillermo Saccomanno. Lo sabe Quino (que discutió, en medio de una mutua, enorme admiración, con Oesterheld). Lo sabe el tano Dal Masetto. Lo sabe Pablo De Sanctis. Lo sabe Vicente Muleiro. Y lo saben todos los pibes que año tras año, generación tras generación, leen El Eternauta. Qué increíble historia la nuestra.
Sería fácil decir que Oesterheld vive (porque, es cierto, vive). Pero a Oesterheld, en este país sombrío y cruel, cuya crueldad no deja de asomar, lo mataron. Y Elsa carga sus huesos, y los huesos de sus cuatro hijas y todavía, un 25 de Mayo, puede ser feliz.
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