Mié 31.05.2006

CONTRATAPA

La camiseta

› Por Sandra Russo

El chico tiene no más de cuatro años y camina de la mano de su papá por la plaza Las Heras. Es probable que otro chico de más o menos esa edad camine de la mano de su papá, ahora mismo, en cualquier plaza del conurbano. El chico tiene puesta la camiseta de la selección argentina. El otro chico también. Una puede ser más cara que la otra, pero las dos tienen los mismos colores. Entre la mano del chico, de cualquiera de los dos, y la mano del padre, de cualquiera de los dos, fluye una energía que se convierte ya mismo en un código de barras, en algo diferente al ADN pero igual de fuerte y plagado de información. El chico está recibiendo los colores de su pertenencia, a la sazón el celeste y el blanco. ¿Y eso qué significa?

Son días, estos, de camisetas puestas. Ponerse la camiseta es una expresión corriente y transversal, que no excluye casi a nadie, porque camisetas hay muchas, aunque la de la selección de fútbol las resuma a casi todas.

El que no se pone una camiseta es porque no quiere o porque no encuentra la adecuada, o porque la que le ofrecen no le gusta, o porque algún detalle, algún matiz, algún pespunte provoca el rechazo. No hay camisetas de diseño. Las camisetas son seriadas. Uno debe estar dispuesto a perder algo personal para llevar puesta cualquier camiseta.

El jueves pasado, en la Plaza de Mayo, hubo miles y miles con una probable camiseta puesta. ¿Qué camiseta? Un misterio argentino, uno más. El peronismo es en sí mismo una camiseta múltiple e indescifrable. La famosa camiseta incorregible. Habría que agregar al adjetivo borgeano alguno más: la famosa camiseta insoslayable.

Las camisetas políticas, en este país, son mucho más riesgosas que las camisetas deportivas. Dan vértigo. Cuesta tomar envión y ponerle el pecho a una camiseta como la del jueves, a grandes rasgos kirchnerista, pero a trazos finos un patchwork de hilos dorados y cachos de arpillera ideológica.

Y eso es, básicamente, ponerse una camiseta. Ponerle el cuerpo a su significado. Comprometer el cuerpo como forma literal de presencia en algo que no es físico. Ni siquiera la adhesión a los colores de la camiseta de la selección de fútbol es física. Pasa por otro lado. La camiseta representa un tono emocional. Nos envuelve y nos dice. La camiseta habla por nosotros y comunica a los demás quiénes somos y de qué lado estamos. Nos reorienta. Nos coloca en un lugar en el que hay otros. Nos junta con esos otros. Nos hermana, aunque las hermandades peronistas sigan siendo uno de los enigmas más inquietantes posibles.

Pero hay más para pensar sobre este tema: por ejemplo, la dificultad de tanta gente en admitir que hay colores que alguna vez hay que ponerse si uno decide colaborar activamente con su propia esperanza. La dificultad de tanta gente para abandonar las mesetas y treparse a los árboles. La abundancia de prurito para sentir y traslucir adhesión y emoción. El bloqueo para afirmar, la inercia de negar. El regodeo perpetuo en la queja y la discapacidad para abrirle la puerta a la oportunidad. La indistinción tendenciosa entre oportunidad y oportunismo. La pose políticamente correcta de la rebelión en una granja virtual.

La camiseta de la selección argentina correrá mejor suerte. Faltan unos días para que el país se pueble de gente en camiseta, embanderada. Porque después de todo eso es en síntesis una camiseta y eso es en síntesis también lo que a muchos argentinos nos cuesta remontar como sujetos políticos: tener bandera.

Un prejuicio político, según Hannah Arendt, siempre tiene su origen en un trauma histórico real. El trauma argentino es reciente, contemporáneo, actual: los vemos en la foto, están allí los que convirtieron la política en cloaca. Somos muchos los que nos negamos a compartir una camiseta con ellos. Ha pasado tan poco tiempo desde que robaron o mintieron, que el prejuicio político no es tal: es todavía el juicio del que se quemó con leche y está ardido.

Lo que hay por delante, entonces, no es la camiseta, sino su construcción, su gestación: el cuerpo sólo se pone allí donde hay mínimas certezas.

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