› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Preguntas terribles: “¿Qué parte es verdad?” y “¿El protagonista es usted?” Preguntas que los lectores les hacen cada vez más seguido a los escritores, formuladas, siempre, con un tono que combina la angustia con la expectación con la necesidad apenas disimulada de que todo eso que han leído sea cierto o, por lo menos, esté más o menos basado en cierta realidad porque si no, pareciera, no tiene gracia, razón de ser, interés. De un tiempo a esta parte da la impresión de que si lo ficticio no está más o menos ensamblado con las piezas de lo real, entonces no funciona; porque qué sentido tiene perder el tiempo leyendo mentiras, cosas que no ocurrieron, o que se le ocurrieron a alguien que no tiene mejor idea –o ideas– que ponerse a inventar historias y al que, evidentemente, no le ha sucedido nada digno de ser contado en la vida.
DOS “La historia que podría contarte”, repite una y otra vez Charlie a Barton Fink en aquella película. Fink no le lleva el apunte a Charlie y descubre y comprende demasiado tarde que el tipo de la habitación de al lado no sólo tiene una gran historia para contar sino que, además, es un dedicado asesino serial. Si en lugar de ser un escritor bloqueado Fink fuera un editor en movimiento, entonces seguro que no sólo hubiera oído lo que tenía que narrarle el monstruo sino, también, le hubiera hecho firmar un buen contrato ipso facto e in situ. La leyenda urbana/editorial dice que de cuatro libros que se venden tan sólo uno es de ficción; que lo verdadero pasado por el filtro de lo novelístico funciona más y mejor que lo puramente irreal; y que tal vez de ahí los recientes éxitos/escándalos de las novelas y relatos “vividos” de J. T. Leroy (escritor que resultó no existir como tal) o de las memoirs adictas y adictivas de James Frey (que más que recuerdos eran amnesias mentirosas). O –ya que estamos, ya que en eso seguimos aparentemente por los siglos de los siglos– del descomunal fenómeno de El Código Da Vinci: novela “documentada” en la que ya a nadie le preocupa discutir la hasta ahora jamás probada existencia –por falta de evidencia histórica e incontestable– de un tal Jesucristo pero, ah, todos tienen tantas ganas de creer que fue cierto que el hijo de Dios tuvo una hija con una mujer también imprecisa de nombre María Magdalena.
TRES “Vivir en esa ficción le daba razones para sentirse más segura, menos amenazada, que vivir en la verdad. Para todo el mundo es más difícil vivir en la verdad que en la mentira”, se lee en la página 267 de Travesuras de la niña mala, flamante novela de Mario Vargas Llosa. Y –al compartir el narrador Ricardo Somocurcio edad y época y ciudades con su creador– enseguida saltan las alarmas y por estos días el escritor peruano se la pasa respondiendo con sonrisa resignada preguntas en cuanto a verdades y mentiras y a esa zona crepuscular entre unas y otras. A Vargas Llosa no parece molestarle la cosa y diluye todavía más los límites presentando el libro –con más de un punto de contacto con aquella otra autobiografía alternativa que fue La tía Julia y el escribidor– subiéndose al escenario del teatro Romea en Barcelona para presentar a su nueva criatura junto a una actriz. Así, el autor se convierte, de paso, en personaje. Y todos felices porque, importante, Travesuras de la niña mala está escrita en primera persona del singular y –en un mundo donde parece haber cada vez menos lectores, pero los que van quedando resultan cada vez más inocentes– el que algo esté contado por un Yo adentro más que por un El afuera hace feliz del que prefiere leer sobre Vargas Llosa más que a Vargas Llosa.
CUATRO En su reciente visita a esta ciudad, el escritor John Irving contaba que la primera versión de su meganovela autobiográfica Hasta que te encuentre la había redactado enteramente en primera persona, pero que acabó reescribiéndola al completo en tercera del singular porque sintió que se estaba volviendo loco, que los ropajes íntimos con los que había vestido a su héroe Jack Burns le estaban arruinando y enfermando la propia existencia. Gajes del oficio y riesgos de lo que John Cheever –otro perjudicado por el fenómeno– definía con cierto desprecio como “criptoautobiografía”. El síntoma dista de ser novedoso y se aprecia claramente en los deformantes espejos histéricos de las hermanas Brontë o de Louisa May Alcott, en las “miradas” voraces de Henry James y Marcel Proust así como en las reinvenciones de sí mismo que Charles Dickens puso en práctica en David Copperfield y en la perfecta Grandes esperanzas donde, de paso, casi inauguraba el subgénero de la vendetta matrimonial que tiempo después los especialistas Saul Bellow y Philip Roth llevarían a sus más altas cotas de calidad y malicia.
El último en subirse a este tren ha sido el australiano Peter Carey –dos veces ganador del Booker Prize– con la recién aparecida Theft: A Love Story. Allí, en una novela magnífica que por estos días es tema de conversación y chismorreo en los ambientes literarios de Nueva York, Carey se reserva unas cuantas páginas para vengarse de su reciente ex esposa Alison Summers con la ayuda del personaje periférico de La Demandante. Summers –casi veinte años junto a Carey y, según ella, pieza fundamental en la estructura del éxito de su marido– puso el grito en el cielo y las declaraciones en las revistas y ha anunciado que está escribiendo una novela titulada Mrs. Hyde en la que una sufrida mujer descubre que su marido ya no es quien solía ser. Summers, por las dudas, se ha apresurado a declarar que la suya no será una novela autobiográfica. Carey, por su parte, insiste en que lo suyo es pura invención. Ahá. Y una de las críticas –todas celebratorias– de Theft recuerda aquella frase famosa, atribuida tanto a Pablo Picasso como a T. S. Eliot, en cuanto a que “los buenos artistas toman prestado; los grandes artistas roban”. De ser así, quien le robe a un ladrón –sobre todo si este ladrón le roba a un ladrón que es él mismo y que al final y hasta el fin no hace otra cosa que robarse a sí mismo, a su propia vida– tiene cien años de perdón y el agradecimiento de los lectores del presente. Personas que, puestas a “perder el tiempo” con un libro en las manos, tal vez sientan que lo recuperan un poco cuando lo que leen –“basado en una historia verdadera” y todo eso– tiene algo que ver con lo que sucede fuera del libro, en la cada vez peor escrita y más mentirosa y tan irreal realidad.
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