› Por José Pablo Feinmann
A esta altura de los tiempos –sobre todo: luego de haber atravesado el siglo XX– son pocos los que no están de acuerdo en lo siguiente: Dios ha muerto (y no sólo por decisión de Nietzsche) y el Diablo está más vivo que nunca. No obstante, es arduo entenderlo. El Diablo ha sido un ente subordinado a Dios. Angel caído, rebelde maligno expulsado del Cielo, seductor implacable al servicio del Mal, el Diablo sólo existe dentro de un contexto o –si se prefiere– de un plan divino. Para creer en el Diablo hay que creer en Dios, hasta tal extremo ambos conceptos se implican. Pero el plan divino no se ve por ningún lado y el Diablo se ve saludable en todas partes.
No es casual que el Diablo se convierta en una figura fascinante. Escupe contra lo establecido, contra lo sacralizado. Se rebela, quiere ser lo Otro de Dios. Quiere encontrar en el Mal la expresión suprema de la libertad. Si la historia humana, en tanto expresión de una desobediencia fundante, existe es porque existe como pecado, porque el Diablo tentó a Eva, porque Eva tentó a Adán, porque comieron el fruto del árbol del conocimiento y fueron arrojados del Cielo. Por haber escupido en él.
Para las visiones cristianas (que demonizan, si se me permite decirlo así, al Diablo) el ángel caído subvierte el orden de Dios. Para las visiones dialécticas –inspiradas en Hegel y Marx– el Diablo subvierte el orden burgués. Hay, para esto, un ejemplo brillante: Severino Di Giovanni. Severino se consideraba un maldito, acaso en la tradición de Baudelaire. (Nota: Ver las Letanías a Satán en Las flores del mal.) Era, se asumía como el Mal, porque era la negación de la sociedad establecida. Vestía de negro, el color de los malditos y, en una de sus más bellas cartas de amor, escribe: “¡Oh, cuántos problemas se presentan en los senderos de mi joven existencia, trastornada por miles de torbellinos del mal! No obstante, el ángel de mi mente me ha dicho tantas veces que sólo en el mal está la vida (...) El mal me hace amar al más puro de los ángeles” (Nota: Osvaldo Bayer, Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia, Galerna, 1970, p. 226.) Sabemos cuál es, para Severino, el más puro de los ángeles: el ángel rebelde, el ángel caído, el que ha renegado del paraíso del buen Dios. Di Giovanni no sólo reniega de la sociedad burguesa, sino que quiere destruirla: en ella ve el paraíso de los poderosos y sus bombas son las de la furia del Angel Caído.
El concepto del Diablo surge para ayudar a Dios. Es tan evidente el mal en este mundo, tan evidente el dolor, los padecimientos de todo tipo (físicos y morales) que la pregunta está a la mano de cualquiera que piense con mediana hondura estas cuestiones: ¿si Dios es bueno, por qué permite el Mal? Pocos hombres de la Iglesia se han planteado esto con mayor desgarramiento que San Agustín. No lo hizo Santo Tomás. El tomismo adquiere la forma de una summa. El agustinismo se expresa en primera persona: adquiere la forma de las confesiones. Donde Santo Tomás estratifica el Saber, San Agustín habla desde la duda, desde el desgarramiento. Así, dice: “¿Quién me ha hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma bondad? ¿Pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien?” (San Agustín, Confesiones, Libro VII, cap. 3, Alianza, 1990, p. 159). Vemos, aquí, el punto central de la confesión: yo deseo el Mal y no el Bien; si Dios, que es el Bien, me hizo, ¿de dónde surge esta atracción por el Mal? Sigue San Agustín: “¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? ¿Quién sembró esta semilla de amargura en mí, habiendo sido hecho por mi Dios, que es la dulzura misma? Y si la puso el diablo, ¿quién hizo al diablo?” (Confesiones, ed. cit., p. 159.) Agustín conoce la respuesta bíblica: el Diablo era un ángel bueno que se hizo demonio. No le alcanza. Pregunta cómo llegó el Diablo a poseer esa voluntad mala que lo hizo demonio. Lo que implica seguir preguntando la misma insidiosa, lacerante pregunta: “¿Dónde está el mal? ¿De dónde y por dónde se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y su semilla?” Y también: “¿De dónde viene, pues, el mal, si Dios hizo todas las cosas buenas y siendo bueno las hizo buenas? (...) Tanto el Creador como su creación son buenas. ¿De dónde procede el mal?” (Confesiones, ed. cit., p. 161/162.) La confesión –su mecanismo de explicitación extrema– lleva a San Agustín a escribir textos que parecieran acercarlo a espíritus como el de Kierkegaard o aun Dostoievski: “Todo esto revolvía mi espíritu, desdichado y entristecido sobremanera por las agudísimas preocupaciones que el miedo a la muerte y el no haber encontrado la verdad le causaban” (Confesiones, ed. cit., p. 162). Finalmente, habrá de calmarse. Todos necesitan encontrar paz para su espíritu y acaso más un hombre ligado a una concepción de lo sagrado sin contradicciones internas. Es decir, Dios no puede ser malo ni crear el Mal. ¿Quién queda? El hombre, claro. Agustín habrá de recurrir al mito del pecado. El Mal existe porque el hombre ha pecado; idea que habrá de redondear –con menos dudas y desgarramientos– San Buenaventura: el Mal existe porque el hombre ha obrado por causa de sí y no por causa de Dios, y esto es el pecado.
Los teólogos son los abogados de Dios. Consagran sus vidas a demostrar su inocencia. A explicar cómo en un mundo arrasado por las atrocidades aún debemos creer en un Dios bueno e inteligente, que quiere lo mejor para nosotros. Y la más efectiva y –sin duda– espectacular de las pruebas que han presentado los abogados de Dios... es el Diablo.
La historia del Diablo es inabarcable y deslumbrante. Baudelaire dijo esa frase célebre: que la gran ventaja del Diablo es que la gente no cree en él. Y Bram Stoker la retoma en Drácula: la gran ventaja del vampiro (ese perfecto matiz del Diablo) es que nadie cree en él, dijo. Y luego Freud y el inconsciente. Digámoslo: el inconsciente freudiano es el Diablo. Es lo que se oculta, lo que se niega desde la razón, lo que viene a alterar el calmo universo de lo consciente. Y el nihilismo nietzscheano alcanza su más explícita altura demoníaca cuando postula la muerte de Dios. Nadie ha postulado la muerte del Diablo.
Busquemos ayuda en la palabra. Esa palabra, Diablo, debe venir de alguna parte y su procedencia alumbrará una que otra cosa. “El inglés devil (escribe Jeffrey Burton Russell en El príncipe de las tinieblas), como el alemán teufel y el diablo español, derivan todos del griego diabolos, que quiere decir ‘calumniador’, ‘perjuro’ o un ‘adversario’ en la corte. Este nombre fue aplicado por primera vez al Diablo en la traducción al griego del antiguo Testamento (siglos II y III a. C.), en correspondencia al término hebreo satán, que significa ‘adversario’, ‘obstáculo’ u ‘oponente’”. Ya lo tenemos a Satán en el lugar adecuado: es el enemigo de la corte. El que vino a arruinar la beatitud de Dios y sus ángeles, esa siesta sin conflictos, ese escenario sin drama alguno. El Diablo introduce el drama, que surge, siempre, del conflicto. Goethe, al escribir el Prólogo en el Cielo (que abre el Fausto y se inspira en el Libro de Job, como tantas otras cosas), nos presenta al Diablo (Mefistófeles, aquí) en el ámbito de la corte celestial. Goethe lo exhibe cómodo al Diablo, incómodo a Dios. El Diablo está de visita en el Paraíso, sus diálogos con Dios no son frecuentes. De este modo –cuando Dios y los Arcángeles se dispersan–, dice en soledad: “De cuando en cuando pláceme ver al Viejo y me guardo bien de romper con él” (Goethe, ob. cit., p. 117.) Sin embargo, ¿hasta qué extremo punto no ha roto con el buen Dios un ángel que se atreve a decirle el Viejo?
Hoy se nos postula un nuevo paraíso. El capitalismo (con su poder mediático e informático) dice ser lo Unico. Dice ser el Cielo. Todo pensamiento que se postule como lo Uno se postula como Dios. Como lo bueno y como lo mejor. Se trata, entonces, de construir la alteridad. Bien manejada, la diferencia derrideana puede presentar estimulantes aristas demoníacas. Porque de eso se trata: de construir la diferencia, de impulsar el acto rebelde y fundacional que proclame lo Otro. Y lo Otro es el Diablo. ¿Cómo no habríamos de creer en él?
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