› Por Mario Wainfeld
Para cualquier espectador atento, la secuencia de los mundiales cada cuatro años subraya pequeños hitos de su vida personal. Nadie olvida dónde vio los principales partidos de cada Mundial que le tocó en suerte, con quién lo hizo, cómo se apañó con su laburo, cómo festejó o padeció tras el pitazo final. O sea, recuerda quiénes eran sus amigos, dónde trabajaba, cuál era su pareja y hasta su condición económica relativa, que en este país suele ser muy fluctuante al vaivén de los años. La módica reseña que cualquiera hace de las peripecias de su existencia tiene en las postales mundialistas un término de referencia inolvidable.
Las historias personales no congelan su imagen ¡qué va!, en esos días de pasión y adrenalina, de celebraciones turbulentas y depresiones tratables. ¿Y las historias colectivas, esas que algunos presuntuosos llaman “historia con mayúscula”? Cualquiera, así sea un futbolero o un partisano de Humberto Eco, puede recordar intentos de manipulación de la justa deportiva. Casi ningún gobierno del orbe se priva de eso y las dictaduras (como todo) lo hacen peor. El Mundial del ’78 fue un caso ostensible y bien polémico al respecto.
Pero, aun en supuestos menos extremos, la realidad mete su cola mientras sigue la fiesta, el mundo sigue andando y cómo. Una mirada distraída y asistemática sobre la experiencia argentina del último medio siglo puede iluminar el punto. U oscurecerlo, usted dirá que hoy es lunes de relax post-competitivo.
Sólo el mandato de un presidente, Arturo Frondizi, coincidió casi matemáticamente en su inicio y su fin con dos mundiales, el de Suecia ’58 y el de Chile ’62, dos fracasos deportivos con eliminación en primera ronda. Claro que para eso debió mediar el derrocamiento del presidente desarrollista. Juan Carlos Onganía advino al poder pocos días antes de la fiesta inaugural que desplegaba Inglaterra ‘66. No llevaba un mes en la Casa Rosada cuando se disputó el celebérrimo partido contra los locales en el que Antonio Ubaldo Rattín fue expulsado injustamente (sin mediar tarjeta roja, inventada más luego teniendo en cuenta ese discutido episodio) y se sentó en la alfombra de la Reina. Un gesto nac&pop acaso algo fuera de contexto.
Argentina estuvo ausente de México ’70, desplazada por un agradabilísimo equipo de Perú. Ese torneo fue el primero que llegó en directo por tevé y los argentinos fueron masivamente hinchas de Brasil, seguramente la mejor selección que haya existido jamás. El partido inicial (México 0-URSS 0) no fue memorable por el juego, sí por la transmisión inédita. Y por un fuerte aporte de la historia argentina, que se hizo ver. Ese día, 3 de junio de 1970, el partido era recurrentemente interrumpido por comunicados oficiales mostrando fotos de varios militantes montoneros (Mario Firmenich, Norma Arrostito, Fernando Abal Medina) que pocos días antes habían secuestrado a Pedro Eugenio Aramburu.
Juan Domingo Perón murió el 1° de julio de 1974, horas después de que Brasil eyectara del Mundial de Alemania a una Selección Argentina simpática pero ineficaz. El duelo nacional, que se prolongó varios días, impidió que se viera el (desde el vamos irrelevante) partido despedida del combinado de AFA, que empató con Alemania Oriental 1-1 (¿vieron qué países raros jugaban en esos mundiales?).
Los mundiales de 1982 y 2002 tuvieron como factor común el de surgir en momentos de enorme dolor masivo: la derrota de Malvinas y la fenomenal crisis política, económica y social de principios de este siglo. Ambas selecciones, dotadas de jugadores de clase y conducidas por técnicos amantes del buen juego y progresistas, eran un buen prospecto de la tabla de salvación o por lo menos de placebo en medio de tanta desolación. Las dos perdieron sin mayor mérito. Las interpretaciones quedan libradas acada lector. Se puede pensar que se contagiaron de la tristeza nacional o que era demasiada carga para ellos hacerse cargo de fracasos generados en otros tableros. Desde luego, hasta se puede opinar que fueron eliminadas por razones estrictamente futbolísticas.
El Mundial del ’86, visto en perspectiva, fue la intersección de un gran momento futbolero y de los tiempos más felices (a fuer de ingenuos) de la restauración democrática. Los Comandantes estaban juzgados, Raúl Alfonsín en su apogeo y la expresión “Felices Pascuas” no admitía ninguna acepción capciosa.
Nada recuerda el cronista de notable noticia política durante el Mundial ’90. Pero no puede privarse, en este relato caprichoso, de puntualizar que la comunión entre la hinchada y un equipo miserable, que se colgaba del travesaño para ganar en la definición por penales, auguraba la larga vigencia del menemismo. Para aquel entonces, Menem venía mal sin convertibilidad y con hiperinflaciones a cada rato. Pero el sórdido pragmatismo colectivo que acompañó al equipo de Goicochea da qué pensar acerca del humus sobre el que germinó un gobierno que cambió la historia, con demasiado consenso.
¿Se puede parar el mundo por mes? Más de cuatro quisieran por motivos políticos o lúdicos, colectivo este último en el que revista el autor de estas líneas. Da la impresión de que no se puede del todo. Pero vale la pena hacer el intento, así sea en el formato micro de la vida cotidiana de cada cual.
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