› Por José Pablo Feinmann
En una casa, en una calle lateral, en la estación de un subterráneo, uno, dos o tres hombres violan a una mujer. ¿Cómo es posible que haya gente así?, se preguntan muchos. Hay gente así. No son extraterrestres. La cuestión no tiene que ver con su condición social ni con su educación. Estos elementos pueden influir. Siempre una educación centrada en valores humanistas hará más por alejar a los hombres del mal que su ausencia. Pero los grandes novelistas no han insistido sólo por incomodar a las conciencias burguesas con el tema de la complejidad del hombre. El caso más célebre es el de Stevenson y su dualidad Jekyll-Hyde. Pero el mensaje menos transitado de la novela es: en todo Jekyll hay un Hyde. Esto elimina el dualismo. Henry Jekyll no es un ser dual. No es o Jekyll o Hyde. Lo realmente intolerable es Hyde en Jekyll. No casualmente Stevenson llamó Hyde a la cara perversa de Jekyll. Hyde es, en inglés, igual a hide. Y hide significa esconder, encubrir, ocultar. De esta forma, Hyde está encubierto, oculto en Jekyll. Pero está en él. La dualidad (eso que los separa) la produce la fórmula que descubre Jekyll. La fórmula libera lo que está oculto en Jekyll. No lo crea. Menos aún nos muestra en forma acabada o pura lo que en Jekyll, en su conciencia, está insinuado. Sólo extrae de Jekyll algo que Jekyll es. Jekyll es Hyde. Hyde se oculta en Jekyll, pero es tan Jekyll como Jekyll, quien da la cara, cotidianamente, por los dos.
En Lord Jim, la novela de Conrad, el centro de la trama es un acto de cobardía del héroe. Se le hace un juicio. Se presenta a declarar un marino de rango que lo conoce bien y se le pregunta qué habría hecho él en lugar de Lord Jim: “¿Habría usted actuado también cobardemente?”. El hombre piensa, demora en responder y, por fin, dice: “No sé”. Asombro en la sala: se trata de un hombre valiente. “¿Cómo, no sabe?” “No sé”, insiste. “No sé qué habría hecho en su lugar. No me conozco tanto. Todos podemos cometer un acto de cobardía.”
Se trata de un tema espinoso. Su formulación podría ser: el mal está en todos nosotros. Todos somos capaces de hacerlo. Dejaremos de lado cuestiones tales como quién puso el mal en nosotros, dado que las mismas nos llevarían a la cuestión de Dios, del demonio y de la libertad del hombre. No, tratemos de ceñirnos al tema inicial. Si Hyde se oculta en Jekyll. Si Hyde no es lo Otro de Jekyll, sino que está en él, es en él. Si el mal está en nosotros, ¿seremos nosotros capaces de violar a una mujer en un subte o en una calle mal iluminada? La respuesta es: no. Es “no” porque no podría ser “sí”. No podríamos tolerar esa respuesta. Sobre todo porque no sabríamos desde qué espacio moral condenar a los violadores reales. La respuesta podría ser otra. Podría postular que uno nunca violó a una mujer y –por consiguiente– nunca podría hacerlo. La posibilidad existe, dado que el hombre se define por su libertad y su libertad es la infinitud de sus posibilidades, pero ésa, la de violar a una mujer, me la he prohibido. Más aún: he buscado en mi interior y no encuentro fuerzas valederas que me impulsen a un acto tal.
Busquemos entonces en nuestro interior y preguntemos qué lleva a un hombre a violar. No podremos jamás entender a un violador si por un denso y poco agradable momento no buscamos ser él. El violador quiere victimizar a su presa. Quiere hacer de ella una víctima, sometiéndola. No es –primordialmente– el sexo lo que excita al violador, sino el ultraje. De aquí que sea, en efecto, un violador. Goza con la resistencia, con los gritos, forcejeos y con la humillación de su víctima más que con su sexualidad inexistente. Aclaremos: el violador no tiene una sexualidad en sí. Su sexualidad existe en tanto lastima, en tanto injuria, en tanto hiere una vagina que se le niega. La masturbación le está vedada al violador. O, de incurrir en ella, sólo podría excitarse evocando alguna de sus más feroces acciones. Otros aspectos fundamentales de la sexualidad como la caricia, la ternura, la temporalidad de una acción que busca su goce en un leve retaceo o en una entrega total, le están negadas. El sometimiento le confirma su hombría, entendida como poder, como fuerza brutal, como injuria. Somete a una mujer para demostrarle que él puede hacerlo y ella no puede evitarlo. Y, también, para demostrarle que no quiere. Aquí su triunfo es total. Si ella –agotada– termina por rendirse él sabrá el motivo: lo que le dio lo quiso siempre, desde el inicio, aunque chillara tanto, la muy puta. Acaso la violada podría apelar a la no resistencia. Esto desconcertaría al violador. Ella abre sus brazos, abre sus piernas y le dice: “Soy tuya”. ¿Cómo?, se preguntaría el violador. ¿Cómo se atreve a eso esa mujer? ¿Cómo se atreve a arruinarle su verdadero goce? El de someterla y humillarla. El de penetrarla hiriéndola. ¿Cómo se atreve a arruinarle su fiesta? En esta encrucijada, el violador asesinará sin más a su víctima. No es lo único que puede hacer, pero es lo más probable. Podría sorprenderse en exceso y retirarse. Podría penetrarla igual, en pasividad. Pero no lograría placer. De aquí que el asesinato –ahorcándola, posiblemente– sea lo único que le resta para victimizarla. O una paliza fenomenalmente cruel. Creo, aquí, que esta posibilidad, la de la paliza, es la inevitable. Creo que podría terminar en la muerte de la víctima. Si ella se niega, él comenzará a golpearla por odio y, sobre todo, por impotencia, porque ella, entregándosele, lo ha impotentizado.
La tortura –esa poderosa forma de la violación– también excita sexualmente al torturador. De aquí que la violación de las detenidas y su tortura estuvieran siempre presentes en la práctica de los centros clandestinos. Un torturador se acostumbra a violar y a torturar a su víctima. Entre todas, elige una. La hace vestir y la lleva a un boliche nocturno de moda. Ella le pide ir al baño. El tipo le dice que vaya. Y le dice que si intenta algo él –al día siguiente o esa misma noche– ordenará matar a su padre Antonio, a su madre Susana, a su hermanito Adrián y a su perro Rayo. Si ella, aún, no sabía que él sabía todo eso (los nombres de todos los miembros de su familia y hasta el del perro) quedará paralizada por el pánico. Si lo sabía, también: la reiteración de una posibilidad terrible paraliza siempre. La víctima va al baño. Tiene un lapiz labial. Puede escribir algo en el espejo. No lo hace. Tiene miedo. Regresa junto al torturador. Pensó en su padre, su madre, su hermanito y hasta pensó en el perro. Sintió, sobre todo, el poder que ese hombre tiene sobre ella. Sintió la otra forma de su poder: la impunidad. Puede, el tipo, hacer lo que quiera. Regresan al centro clandestino y él vuelve a torturarla. Ya no busca datos. Nada: sabe que ella no puede darle nada. Salvo lo único que lo excita: la vejación.
El hombre es malo. Se trata, lo sé, de una conclusión pesimista. No creía, a los, digamos, veintitrés o treinta y dos años, que el hombre era malo. No creía que era tan malo. Tan hondamente malo. La vida no tendría que –además de envejecernos– volvernos amargos. No hay que permitirlo. Pero vivir es terminar por verlo todo. El motivo es sencillo: uno vive y en ese largo desarrollo ve, en su interior, en uno mismo, todas las caras posibles del animal humano. Lucha por evitar las peores y lucha por dar las mejores. Pero lo que vio –en sí mismo y ahí afuera: en la vida que lo atrapó en su urdimbre– no lo puede olvidar. Hace lo posible. Pero sabe que el horror y su posibilidad están en uno y están en todos. Lo maravilloso de este paisaje de brumas es que, sabiéndolo, se puede caminar todavía por el lado soleado de la calle, tomarse un vaso de vino, tener amigos, amar a una mujer y creer en las causas justas, posibles o no.
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