CONTRATAPA
La devaluación de la vida
› Por José Pablo Feinmann
Por esencia, la derecha es siempre autoritaria. Tiene una concepción jerárquica de la vida y, como parte fundante de esa concepción, figura el orden; más exactamente: el orden jerárquico. Están los que gobiernan y están los que son gobernados. Mientras esto se pueda realizar por medio de partidos políticos que responden a un pacto compartido por el cual los ciudadanos votan cada tanto y los políticos ejercen la representación de esos ciudadanos, la derecha aceptará la democracia. Sobre todo si logra manipular al poder político en beneficio de los intereses dominantes de la economía. De este modo, una sociedad organizada democráticamente será –para la derecha– aquella en que los ciudadanos votan, los políticos administran, el Estado provee la seguridad y no interviene en la regulación de los negocios y todo se desarrolla en consonancia con los intereses globales de la potencia bajo cuya hegemonía el país se cobija; Gran Bretaña hasta los cincuenta, Estados Unidos desde entonces.
En cuanto a la izquierda no tiene mayor sentido preguntarse cuál es su esencia, ya que sufre una dura derrota histórica y se expresa más como supervivencia de los hambreados, de los excluidos, que como propuesta política de organización. Aunque, vaya esto como gran mérito suyo, insiste casi siempre en la lucha por los derechos humanos, cuestión que a la derecha no le importa mucho. Así las cosas, en medio de este empate de la sociedad argentina de hoy, de esta situación en la que nadie pareciera tener la energía, el apoyo y la claridad ideológica (o las tres cosas a la vez) como para adueñarse del poder y ejercerlo de modo sólido y duradero, convendría preguntarse a quién beneficia la violencia. La violencia beneficia a los que piden la implantación del orden jerárquico en el país como primera condición de su salida. Ante la miseria y sus consecuentes protestas sociales hay dos opciones: 1) Dialogar con los hambrientos, extremar los recursos del poder, de los poderosos y del Estado restante (es decir, lo que queda del Estado en la Argentina) para aliviar de modo inmediato, urgente el padecimiento de los que, sin más, no comen. Esta solución implica la paz social, el diálogo y atacar la raíz del problema: la pobreza. 2) La represión. El autoritarismo. No alimentar el hambre, sino fusilarlo.
A la espera de esta segunda posibilidad está, como siempre, la derecha. Y, como siempre, la violencia la beneficia. De aquí que los dos muertos de la jornada del puente Pueyrredón acaso no signifiquen un debilitamiento del gobierno de Duhalde, sino una nueva etapa que ha decidido emprender para, incluso, fortalecerse. “Empecemos por matar dos a ver si se calman”, es una posible, casi segura frase que se habrá dicho arriba, en el poder. Están hartos de las protestas piqueteras. Hartos los empresarios, los banqueros, los militares, muchísimos políticos. El riesgo que, para ellos, implica la protesta es su crecimiento. El crecimiento piquetero (que son los antiguos obreros, los antiguos ocupados, los antiguos trabajadores) es que otros sectores sociales se les unan. Razonan, los autoritarios, así: “Que quede claro: el que va a una movilización piquetera no va a una protesta popular sin riesgos. Corre el riesgo de morir”. Dos muertos son dos muertos y desde diciembre del año pasado ya van más de treinta. No sólo el peso se está devaluando, la vida también. Es lo más claro, grave y doloroso de la situación presente. Otros elementos son: la democracia ya no tiene el prestigio geopolítico que tenía en los noventa y parte de los ochenta. Estados Unidos no parece tenerla entre sus objetivos propagandísticos primarios. Para eso cayeron las Torres Gemelas: para llevar a primer plano la lucha contra el “terrorismo internacional”, que habrá de ser localizado, si es necesario, en cualquier parte, hasta en el puente Pueyrredón. Así (y el apoyo norteamericano a la intentona contra Chávez lo demuestra), los hombres de orden, los autoritarios, los que estarían dispuestos a obviar la democracia con tal de ordenar el país no recibirían condena alguna del Imperio. Pero tampoco las cosas habrán de resultarles fáciles. Al fin y al cabo, ¿de quién se está hablando? De Jaunarena. De algo que dijo Ruckauf, de los planes impenetrables del general Brinzoni. Es evidente que los “mano dura” están haciendo sus movimientos. Pero esto no transforma a la Argentina de hoy en la Argentina del ‘75. Hoy mueren dos y, por suerte, la noticia sale en la tapa de todos los diarios. En el ‘75 las muertes eran abundantes y cotidianas y se contabilizaban en sueltos a pie de página. Por sólo hablar del aspecto mediático, cuya importancia, supongo, nadie niega. Sobran otros ejemplos. No hay una clase media aterrorizada que pide el orden de los cementerios. Ante todo, porque ya no hay casi clase media, porque la clase media se ha pauperizado a tal extremo que ha aprendido a no visualizarse tan “aparte” del destino de los que protestan, los acompañe o no. El contexto latinoamericano es distinto. O sea, el golpe militar á la Videla está fuera de cuestión. La derecha intentará presentarse con alguno de sus empresarios dilectos y exitosos (digamos Mauricio Macri, de Boca al sillón de Rivadavia) y con el señor López Murphy (abusivamente presentado por los medios como “el hombre que pudo haber evitado el corralito”) y, sí, con una revisión de la ley de seguridad interior que implicará alguna intervención de los militares. Esto es “lo peor” que puede pasarle a la Argentina. La cuestión es no colaborar a esto. Lo que colabora poderosamente “a esto” es la violencia. Si los piqueteros usan capuchas, palos y molotovs consiguen tres cosas, negativas todas: a) Justifican la ratio represiva. Le dan el “marco” que necesita; b) Dejan de ser un movimiento de protesta social y semejan un movimiento de choque, un movimiento político militar; b) Espantan a los vecinos que deberían incorporárseles. Quienes, finalmente, acaban aceptando que se los reprima. Un grupo de choque termina siempre ahuyentando a las bases sociales, destruyendo la masividad de la protesta. La protesta queda en manos de los profesionales de la protesta, de los militantes. O sea, no toman el poder (porque no lo van a tomar con palos y molotovs) y se aíslan de los que se hunden en la pobreza pero no visualizan la vida como guerra, por mil razones, porque todavía tienen una casa, tienen hijos o tienen miedo. Porque, sencillamente, no son combatientes sino ciudadanos.
La política popular debe evitar sobre todo las posibilidades de provocación. Hoy se acepta muy naturalmente (y está bien que así sea) que la administración Bush tuvo mucho que ver en el desastre de las Torres Gemelas. Claro que sí: eso le permitió barrer con Afganistán, pronto con Saddam y poner al mundo alineado en una causa errática y temible: la lucha contra el terrorismo “esté donde esté”. El “con nosotros o contra nosotros” de Bush. Lo mismo en la Argentina: están esperando “nuestras” Torres Gemelas. Están esperando (deseando) el error de los que creen vivir una situación prerrevolucionaria y buscarán, trágicamente, el atajo sin destino de la violencia. Lo están esperando porque ese error fatal del campo popular “legalizaría” la represión profunda que los “halcones” reclaman. Y si alguien piensa que el poder en la Argentina no tiene con qué reprimir, se equivoca gravemente. Cuando Duhalde dijo: “Yo no soy un presidente débil”, enseguida dijo “Mi deber es garantizar la paz social”. Cualquiera sabe lo que eso significa.
La política popular implica siempre sumar. La violencia resta y finalmente la historia queda en manos de los violentos. Aunque sea lenta, aunque su aparente ineficacia ante tanto poderío desaliente, el arma verdadera de los pueblos es el número, su crecimiento consciente, el espacio público (lo primero que eliminan los autoritarios). Insistamos en decirlo: los organismos de derechos humanos en la Argentina, las Madres, las Abuelas, jamás buscaron responder la violencia con la violencia. Porque no se lucha contra los tiranos con las armas de los tiranos. Yporque cuando se elige el terreno de lucha de los tiranos fatalmente ganan ellos. Que lo conocen mejor.