› Por José Pablo Feinmann
En medio de las bombas, los misiles y los muertos, se abre paso –a veces desesperadamente– una pregunta: ¿quién tiene razón? Digo “desesperadamente” porque siempre una respuesta tranquiliza. Si se responde “X tiene la verdad”, uno se tranquiliza. Todo lo que hace X está justificado. Y es, también, verdadero. Puesto que identificamos la razón con la verdad. Ocurre, sin embargo, que es difícil tranquilizar con una respuesta de ese tipo: “X tiene la verdad”. Porque cuando alguien dice algo así es porque está a favor de X. La “verdad” de X lo ha convencido, la ha hecho suya. Aparece, entonces, otro personaje que pregunta y obtiene otra respuesta: “Z tiene la verdad”. Y puede aparecer otro y decir: “Ni X ni Z tienen la verdad. Ninguno la tiene”. ¿Cómo se establece la verdad? ¿La verdad es de este mundo? ¿Hay una verdad o hay un vértigo de verdades? Y si hay esto último, ¿cómo es posible vivir sin ninguna certeza? Alguna verdad –se dicen los habitantes de este planeta que arrasa con todas– tiene que haber. Cuando hay una verdad también sabemos eso que es peligroso. Cuando hay miles caemos en un relativismo que nos impide actuar, elegir, hasta opinar.
La cuestión es: ¿cómo se establece la verdad? ¿Quién tiene la verdad o quién tiene la razón en Medio Oriente? Lo primero es dejar de entender la verdad como “buena”. La verdad no es la dulce y buena adecuación entre un sujeto que enuncia algo sobre un objeto y ese objeto es tal como el sujeto lo ha enunciado. El sujeto dice “eso es un florero” y sí: “Eso es un florero”. Aquí hay una cálida, buena, verdadera adecuación entre lo que el sujeto dice del objeto y el objeto. La verdad no es cálida ni buena ni tiene nada que ver con la adecuación entre términos.
En unas conferencias que dio en Río de Janeiro entre los días 21 y 25 de mayo de 1975, Michel Foucault buscó, una vez más, inspiración en Nietzsche para explicitar su concepción de la verdad. Si no consigo establecer un par de señalamientos contundentes entre esas conferencias y los misiles de Israel, los muertos libaneses y las guerrillas de Hezbolá debería declararme derrotado, algo que posiblemente ocurra. Para Foucault se trata de empezar por ver qué es el conocimiento. ¿O no tenemos ligada la verdad al conocimiento? La verdad surge, siempre, de un tipo de conocimiento. Cuando conocemos algo decimos: “Esto es así”. Y si “eso” es así “eso” es verdad. Pero Foucault dice que para Nietzsche el conocimiento “es de la misma naturaleza que los instintos” (Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 2003, p. 21). Primera sorpresa: ¿no es que el conocimiento tiene que ver con la razón? ¿Qué tienen que ver aquí los instintos? Sigue Foucault: “El conocimiento tiene por fundamento, base o punto de partida los instintos, pero sólo en tanto éstos se encuentran enfrentados unos a los otros, confrontados” (Ob. cit., p. 21). Meter aquí a los instintos le permite a Foucault sacar de aquí a la razón. Sacar a la razón le permite meter lo propio de los instintos: “Entre el conocimiento y las cosas que éste tiene para conocer no puede haber ninguna relación de continuidad natural. Sólo puede haber una relación de violencia, dominación, poder y fuerza, una relación de violación. El conocimiento sólo puede ser una violación de las cosas a conocer” (Ob. cit., p. 23). Nietzsche (traído al presente por Foucault) bien sabe que detrás del conocimiento hay una voluntad, que esta voluntad no quiere traer el objeto hacía sí, asemejarse a él, sino que quiere destruirlo, porque existe una “maldad radical del conocimiento” (Ob. cit., p. 26). Esto rompe con toda la tradición filosófica. Pero más que plantear con que rompe o no esto nos importa señalar para qué sirve. ¿Cómo se conoce esta guerra? ¿Cómo podemos conocerla? ¿Cómo podemos saber el modo de establecer una verdad en ella? Escribe Foucault: “En el conocimiento no hay nada que se parezca a la felicidad o al amor, hay más bien odio y hostilidad (...) Nietzsche coloca en el núcleo, en la raíz del conocimiento, algo así como el odio, la lucha, la relación de poder” (Ob. cit., pp. 27/28). Para apresar al conocimiento, para conocerlo, tenemos que pensar en las relaciones de lucha y poder. “Solamente en esas relaciones de lucha y poder, en la manera en que las cosas se oponen entre sí, en la manera en que se odian entre sí los hombres, luchan, procuran dominarse unos a otros comprendemos en qué consiste el conocimiento” (Ob. cit., p. 28).
El conocimiento es lucha. Hay, según suele decirse, “una lucha por la verdad”. Pero no es la batalla heroica de los que tratan de quitar los velos de la mentira que permitirán llegar a una verdad que existe en sí. Supongamos: los dos periodistas del caso Watergate. Esos dos hombres emprendieron una lucha por la verdad. Había una verdad y ellos lucharon por encontrarla. Se dice, también, “encontrar la verdad”. ¿Por qué? ¿Estaba perdida? Así se la concibe: oculta, perdida. Pero si el conocimiento es lucha, es violación, cada uno conoce para derrotar al otro. Para someter al otro. Esto es la guerra. La guerra como continuación de la política. Porque los dos “héroes” de Watergate también estaban dentro de un esquema de poder. Solos no habrían podido. Necesitaron un diario, apoyos demócratas, en suma: la decisión de un poder de herir gravemente a otro haciendo visible, en tanto “verdad”, un hecho que el otro debía mantener oculto. Aquí también la prístina verdad surge como un enfrentamiento de poderes.
¿Cuál será la verdad en Medio Oriente? La verdad es la verdad del poder. La verdad es la verdad de quien tiene el poder de imponerla. Yo tengo la verdad si logro que todos los demás crean en ella. Si no, no la tengo. Las verdades se oponen, colisionan. Nunca hay una sola que se imponga a todas. Pero siempre se relaciona con el poder. Siempre hay una que es más verdadera que las otras porque tiene mejores medios para imponerse. La cuestión para los occidentales en Medio Oriente es que insisten en recurrir a la guerra como método de imposición de la verdad por medio de la aniquilación del enemigo. El enemigo muerto nunca tiene razón. Pero el problema es que el enemigo palestino o libanés pareciera no terminar de morir. Si no muere, tiene algo de verdad. O, al menos, no la tienen toda entera Israel y Estados Unidos. De aquí que exista algo que podríamos llamar multipolaridades sin resolución. En tiempos de paz esta encrucijada se logra sobrellevar. Incluso sucede que alguien tiene la verdad, no toda, pero la hegemónica. Pero en la guerra alguien tiene que tener la verdad, es decir, alguien tiene que vencer para que la guerra termine. No se puede decir de alguien que “casi ganó la guerra”. Las guerras se ganan o se pierden, y el que gana tiene razón e impone su verdad. Pero si el derrotado (aunque le sigamos matando milicianos, líderes, niños y poblaciones enteras) sigue peleando, no está derrotado. Ergo, tampoco lo está la verdad que defiende.
Los occidentales matan y creen ganar. Los árabes mueren, pero siguen peleando. Los occidentales quieren establecer la democracia. Pero la resistencia iraquí sigue viva y les mata ya demasiados soldados. Hay lucha, hay violación, hay hostilidad, hay odio, hay muerte. Pero no hay verdad. Se conoce por medio del odio. Se lucha por medio de la voluntad de destruir. Se busca someter y matar para que el otro caiga derrotado y pierda para siempre su verdad, su razón. Pero el otro sigue. Lo suficiente, al menos, como para que Occidente no pueda imponer su voluntad de poder, su verdad. En una reciente nota Robert Fisk escribe: “Es verdad. Nadie cree en nada en estos días” (Página/12, 21/7/2006). Una formulación perfecta: es verdad, la verdad es que nadie cree en nada. Y si algo, algo simple y mínimo, requiere la verdad, es que alguien crea en ella. Seguirá, entonces, la Muerte.
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