Dom 06.08.2006

CONTRATAPA

Oficialistas y opositores

País que se repite éste. Como tragedia, como comedia, como lo que sea. Pero que se repite, se repite. Ahora, el ambiente político (no el social: el social permanece ajeno a todo este estruendo) estalla a cada minuto porque el kirchnerismo ha impuesto una ley a la que llaman de los superpoderes. El país político, en suma, se ha dividido en dos: el oficialismo y la oposición. Se dirá que siempre está dividido así y que todo oficialismo debe tener una oposición que lo controle. Es cierto. Pero –aquí, hoy– el oficialismo y la oposición se llevan a las patadas, se agreden, se arrojan motes con frecuencia inverosímiles. Pero, según dije, esto no es nuevo. Es posible detectar en la figura romántica (es un excelente poeta) de Santiago Kovadloff una versión siglo XXI de Echeverría. Y en Beatriz Sarlo una de Victoria Ocampo. Este sería el bando unitario. El hegemonismo de Kirchner, su manejo del aparato justicialista y su militancia en la izquierda peronista de los ’70 (que reivindicaba a los gauchos del federalismo) lo ubican en la franja federal. Esa historia se conoce. Juan Manuel era autoritario y los jóvenes románticos de Montevideo y la sociedad de los pudientes reclamaban por las libertades públicas. Luego –en el siglo XX– el país de dividió entre personalistas y antipersonalistas. Los primeros se nuclearon alrededor de don Hipólito Yrigoyen, que había regresado al gobierno en 1928 y era acusado de demagogo, populista, amigo del pobrerío y otras calamidades. Del otro lado, estaban los antipersonalistas, que habían surgido al calor de la presidencia de Marcelo T. de Alvear, hombre de refinados modales, afecto a las veladas del Colón y frecuentador de terratenientes, poetas como Lugones y militares como Agustín P. Justo. Por último, Perón y los antiperonistas. Los antiperonistas representaban la democracia, la libertad y el republicanismo pisoteado por la demagogia populista del líder obrerista y militar.

Tenemos, entonces, tres relaciones binarias. Unitarios y federales. Personalistas y antipersonalistas. Antiperonistas y peronistas. ¿Qué tienen en común los primeros? Reclaman por las libertades civiles pisoteadas, afirman que se ha ultrajado a la república, que la demagogia cunde, que el líder populista manipula a las mayorías en su beneficio, que la democracia está ausente y la cultura también, pisotedas ambas. Hay, siempre, presos paradigmáticos: Tagle, Mármol y el general Paz bajo Rosas. Balbín y, no perdamos el tiempo, Victoria Ocampo bajo Perón. (Hubo muchos más, pero me refiero a los paradigmas que arman el relato.) ¿Qué tienen en común los segundos? Son personalistas, líderes, son férreamente obedecidos por los partidos que representan, no tienen apego a las formalidades del poder dado que prefieren ejercerlo más que honrarlo y –por egoísmo, por convicción o por lo que sea– se acercan a las masas y las benefician.

Kirchner obtuvo esa ley que quería. La reclama porque –dice– no lo dejan gobernar. Con esta ley sus decisiones saldrán más veloces y seguramente aumentará su caudal en las encuestas. Kirchner tiene, en efecto, una tendencia hegemonista. Debiera saberse que no hay gobernante de raza que no se enamore del poder. K lo sucede a De la Rúa, que no ejerció el poder y llevó el país al cuasi desastre. Esto la gente lo sabe, de aquí que le agrade la figura fuerte, el porte de soberano que exhibe Kirchner. (Además, De la Rúa anda libre, sus hijos –un monumento a la tilinguería y la corrupción– se siguen llenando de oro, el estado de sitio de ese radicalismo provocó treinta muertos y, para colmo, ahora viene Shakira.) Volviendo: K tiene porte de tipo que quiere gobernar y que no lo molesten. Esto, a la gente, le gusta, le gusta también que el país crezca, que la economía ande bien y seguramente Kirchner (quien, que nadie lo dude, será el candidato del 2007) se alzará con una segura victoria en las urnas.

El 2 de agosto, un día antes de conseguir los superpoderes, Kirchner, en el Salón Blanco de la Casa Rosada, impulsa un homenaje al obispoAngelelli, asesinado el 4 de agosto de 1976, en tanto muchos demócratas y republicanos de hoy escribían editoriales escalofriantes o de elegante apoyo a la Junta de Videla. El oficialismo, hasta la fecha, ha sido acaso excesivamente reticente para publicarlos. Kirchner, en la Rosada, declara duelo nacional la fecha de la muerte de Angelelli y dice que lo hace “en conmemoración a los religiosos víctimas del terrorismo de Estado”, también dice que Angelelli era “un obispo comprometido con el pueblo”. A mí me parecen muy importantes estas cosas de este gobierno y sé que nadie de la oposición republicana habría hecho algo así. En principio, porque muchos eran cómplices del poder que mató a Angelelli. Pero –y desearía ser claro en esto– cuando uno rinde homenaje a un hombre de la conmovedora valentía de Angelelli tiene que recordar que la opción de esos sacerdotes de los setenta (porque, en los setenta, señores, hubo curas revolucionarios, y no llevaban metralletas sino la pasión de Jesús por los pobres, y jamás cambiaron una palabra con Galimberti o Firmenich) era, sigo, la “opción por los pobres”. Son varios en el país los que desean marginarse de la antinomia oficialismo y oposición. Son varios los que le piden al personalista que gobierna y que pide más poder para gobernar que, si lo obtiene, sea para ejercer la opción que ejercía Angelelli: la opción por los pobres. A mí siempre me conmovió el modo que tenían los pastores de los setenta de enunciar su modo de comprometerse en lo político: siempre me gustó cuando hablaban de la opción por los pobres. Si hay superpoderes, que sean para esa opción. Si se honra a Angelelli, que se honre a su causa. Si esa opción se ejerce al costo de menguar algunas virtudes democráticas, vale. Pero si no, nosotros nos quedamos huérfanos. Sin paradero. Porque no podemos engrosar las filas del republicanismo. Porque sabemos (y volveremos sobre este tema) que los reclamos de democracia y republicanismo siempre vinieron de quienes, en el poder, los negaron, porque sabemos que bajo el manto de la democracia y la república el poder fue asaltado por militares, ganaderos, diplomáticos alineados con Estados Unidos, macartistas y siempre una elite intelectual sumisa, silenciosa o, sin más, cómplice. Piénsese en el papel que jugaron Jorge Luis García Venturini y Víctor Massuh antes y después del golpe del ’76. Será, además, atinado observar que nadie de la oposición republicana le pide a Kirchner que intensifique la opción por los pobres que predicó Angelelli. Eso pareciera no importales. No les importó a los unitarios. No les importó a los personalistas. No les importó a los antiperonistas del ’55, que mataron clandestinamente, fusilaron y persiguieron. Siempre, para los pobres, vinieron tiempos duros toda vez que asaltaron el poder los salvadores de la República.

Pero, si Angelelli estuviera entre nosotros, estaría con la democracia. ¿Por qué? Porque a él lo mató la negación de ella, lo mató la dictadura. De aquí que haría suyas las dos opciones: la opción por los pobres y la opción por la democracia. Y aunque nuestra democracia no dio de comer y ha tratado muy malamente a los pobres, Kirchner deberá respetar esas dos banderas: la de los pobres y la de la democracia; aunque ésta a veces lo incomode, ya que es posible que lo fastidien algunos laberintos en los que encuentra trabas a su personalismo. Pero esto no es, como dice Sarlo, por su pasado setentista. La generación del ’70 no creía en la democracia porque la democracia era una palabra de los represores y hasta de los asesinos. Y si soñaba con un estado revolucionario era porque era hija de los tiempos y soñaba, sobre todo, con la revolución. Sin duda, Sarlo ya no sueña con nada de eso y está muy cómoda con haber llegado de la izquierda marxista a las páginas de La Nación. Bien, ya es lo que se propuso desde 1984: nuestra Victoria Ocampo. (Mejor dicho: la de ellos.) Pero debería respetar la historia de sus compañeros de ayer; hoy, la mayoría, desaparecidos. ¿Qué conocíamos nosotros, en los setenta, de la democracia? Los golpes militares, los fusilamientos que Walsh nos narró en Operación Masacre, los bastones largos, el derrocamiento de Illia (porque, sin duda, habría de dar elecciones libres y eso traería al “tirano prófugo”), el asesinato de Felipe Vallese, de Santiago Pampillon, la matanza de Trelew, todo eso se hizo en nombre de la democracia. Cuidado, entonces, con hacer de la palabra “república” el camino hacia una nueva aventura inicua. Y escúchenos, Presidente: la opción es la de Angelelli y, hoy, todavía, la miseria sigue aunque se lo venere en el Salón Blanco de la Rosada. Si los superpoderes son para esa opción, que pasen. Pero si no, ¿qué hacemos nosotros, los que queremos un país justo y libre que alimente a sus pobres?

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