› Por Juan Sasturain
Cada tanto, cada tres o cuatro años y casi siempre desde Inglaterra, se renueva la colección de Jack con algún tenebroso muñeco, un nuevo/viejo candidato a ocupar el trono vacante, ponerle cara y/o nombre –identidad, al fin– a The Ripper, El Destripador, el artesanal y jactancioso asesino de media docena (más o menos) de prostitutas que regó de sangre y vísceras el otoño boreal de 1888 y se esfumó sin dejar ningún rastro firme pero todas las conjeturas. “Nunca uno solo hizo trabajar tanto (en vano) a tantos” habría dicho Churchill si le hubieran preguntado entonces, aunque sólo tenía catorce años y no vivía en Londres ni en el miserable, emputecido barrio de Whitechapel, en el East End, rincón extremo de la ciudad. Esa Londres bella y perversa que actualizaba a diario los sangrientos cuentos de Las mil y una noches y por cuyos callejones se desmadraba Hyde, se afanaba Holmes y deliraba Stoker.
Lo notable del caso –y en eso todos los cronistas e investigadores coinciden– no es que Jack haya empezado a hacer su tarea sino que en algún momento, al contar hasta cinco, la haya interrumpido: arrancó (literalmente) el 31 de agosto y terminó, con sólo cuatro entradas –una con doblete, el 30 del mes siguiente– el 9 de noviembre de 1888. Sorprendente. A la luz de los estudios sobre la psicología de los incontinentes serial killers que sucedieron al precursor Jack hasta hoy, el hombre (o la mujer) que según el equívoco chiste fácil solía ir “por partes” supo, como San Martín, Monzón, Gardel y algunos otros, retirarse a tiempo.
Al respecto hay varias teorías. La primera, como siempre sucede, sostiene que no se retiró sino que siguió ejerciendo en otras latitudes: Centroamérica, EE.UU., Alemania, Australia, etcétera. Londres habría sido sólo una escala más y en este caso se le atribuyen casi una docena de crímenes afines. Según otra –la más cómoda para Scotland Yard y cualquier desairada policía del mundo– Jack se suicidó clásicamente en el Támesis y muerto el killer se acabaron los corpses. La tercera posibilidad es que Jack estaba loco y terminó internado. En cada caso, por supuesto, se propone una hipótesis acerca de su identidad, que es lo que importa. Así, toda la cuestión del Destripador –que no “descuartizador”, pues rasgaba y extraía pero no desmembraba– se actualiza ahora con un reciente seudodescubrimiento que las agencias no han vacilado en titular con referencias al “fin del misterio” y la “identificación definitiva” de Jack. Nada de eso, en realidad. O no tanto, por lo menos.
La noticia fechada en Londres señala que los descendientes de Donald Swanson, un ex inspector jefe de Scotland Yard que actuó en primera fila en el caso Jack, acaban de donar al Black Museum de la institución, que los exhibe por primera vez, una serie de documentos y libros pertenecientes al ex policía. Entre ellos, figuran las memorias –redactadas dos décadas y media después de los hechos– del que era por entonces el jefe de Swanson, el doctor Robert Anderson, quien sostiene allí con absoluta seguridad que Jack el Destripador era “un judío polaco, peluquero de profesión”. Es todo. Anderson no da en sus memorias el nombre del sujeto por respeto a los procedimientos de la institución porque el hombre nunca había sido acusado formalmente, ya que era un demente que terminó internado. Ahora, la aparente “novedad” reside en que, en el volumen que estaba en posesión de Swanson y al margen del texto de Anderson, aparece una anotación de puño y letra de Swanson que pone el nombre supuestamente callado por el autor: “Aaron Kosminski”. El “misterio” aparece revelado.
En realidad, no hay muchas novedades. En cualquiera de los muchos libros ingleses de investigación que se han escrito sobre el tema –el de Colin Wilson y Robin Odell, por ejemplo: Jack The Ripper, de 1987, traducido porPlaneta dos años después– el nombre de Kosminski y el de otros judíos polacos pobres aparecen asociados reiteradamente a ésa y otras fuentes. En general, se toman las cautelosas memorias de Robert Anderson como fuente oficial de Scotland Yard y no por eso necesariamente siempre confiables. Era un hombre muy reservado que literalmente “se hacía el sordo” pero nada se le escapaba y que en Misterios de la Policía y del Crimen (1898), un curioso libro del inspector Arthur George Griffith, traducido sólo cuatro años después en España, es descripto de manera admirable: “El doctor Anderson, jefe del Departamento de Investigación, por entonces –dice Griffith– puede considerarse como el ideal del agente de policía... Aparte de sus condiciones admirables, era el más discreto, silencioso y reservado de los funcionarios públicos de tal modo que, según algunos, Anderson era un misterio incluso para sí mismo.” (!) Su reticente testimonio siempre fue coherente respecto del caso Jack.
Ya en 1907, en Criminals and Crime, cuando todavía era jefe del departamento de Investigaciones Criminales, Anderson decía, como al pasar: “El Destripador se encuentra enjaulado en un asilo y no ofrece peligro alguno”. Tres años después, en The Lighter side of my Official Life afirmaba que el Destripador fue “un judío polaco de clase baja” sin argumentar más. Y hay un artículo con el mismo título, publicado en el Blackwood’s Magazine de marzo de 1910, en que repite el relato pero agrega, en una nota al pie, que un testigo identificó al Destripador que se encontraba encerrado “en un manicomio... pero que cuando se supo que el sospechoso era judío se negó a jurarlo”. Es decir: por ser de la misma raza o religión no quiso testimoniar contra él y por tanto no se pudo acusarlo.
Otras memorias importantes y coincidentes en parte son las del inspector Melville L. Macnaghten, Days of my Years (1914), quien entró en la policía en 1889 como jefe adjunto –meses después de los crímenes– y que estuvo cerca de Anderson y conoció toda la información que había. Pero lo mejor no está en esa lavada autobiografía de Macnaghten sino en sus “apuntes”, que descubrió en 1959 Daniel Farson cuando investigaba el caso para la televisión inglesa. En esas notas originales de Macnaghten, fechadas el 23 de febrero de 1894 y hechas para desmentir versiones que circulaban entonces sobre una reaparición de Jack, da una lista definitivamente cerrada de tres sospechosos: el “médico” –en realidad abogado– Montague John Druitt, que se suicidó en el Támesis tras el último crimen y es su “favorito”, ya que dice que “su propia familia creía que era el asesino”; otro médico, Michael Ostrog, “ruso y presidiario”, que fue confinado a un manicomio por ser maníaco homicida y, al referirse al tercero, dice literalmente: “Kosminski, un judío polaco y residente de Whitechapel. Este hombre enloqueció debido a muchos años de prácticas de vicios solitarios. Sentía un gran odio hacia las mujeres, particularmente por las prostitutas, y tenía fuertes tendencias homicidas; hacia marzo de 1889 lo internaron en un manicomio. Hubo muchos delitos relacionados con este hombre que lo convertían en un fuerte ‘sospechoso’”.
Así, Aaron Kosminski desde hace muchos años ha sido uno de los abonados a la sospecha. Incluso, antes de estas aparentes nuevas revelaciones estaba bastante arriba en las encuestas... Y cualquiera puede consultar en Internet el contenido de los “marginalia” de Swanson a las memorias de Anderson, a los que por lo visto los investigadores han tenido acceso antes de esta donación que los llevó al Black Museum y al morboso disfrute público.
Por lo que se sabe, el peluquero judío polaco al que –según la victoriana Scotland Yard– el onanismo consuetudinario enloqueció, terminó sus días en un hospicio en 1919 sin enterarse de nada.
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