› Por Sandra Russo
Los argentinos de mediana edad nos pasamos media vida escuchando hablar de la seguridad. La seguridad nacional y su doctrina era la vacuna que necesitaba este país, decían ellos cuando éramos muy jóvenes, para expulsar de sí lo que no les era propio. Porque también decían que no les eran propias a este país algunas ideas, y había que eliminar a quienes las sostuvieran. En aquella época, en la que la censura era censura y los dictadores, dictadores, ellos eligieron la palabra seguridad para elaborar una estrategia de venta ideológica del modelo que habían decidido aplicar.
Faltaban veinte años para que el mercado desembozara su discurso, y es más: hasta puede sospecharse que los sicarios que aplicaron la Doctrina de la Seguridad Nacional ignoraran los verdaderos alcances de la “reorganización” que estaban llevando a cabo, porque después de todo, hombres de armas, encontraban un escenario perfecto para cerrar alrededor de sí mismos, constituyéndose en un ombligo, las razones por las cuales era necesario aniquilar a la subversión. Les dieron el sonajero de la matanza, mientras la clase dominante se reservó la plusvalía.
Como fuere, era como si ellos dijeran: nosotros sabemos cómo somos los argentinos, relájense y miren para otro lado, si alguien muere será porque tiene ideas extranjerizantes y eso atenta contra la seguridad nacional. Y el cuerpo colectivo, que reconoció, dócil e hipocondríaco, como un cáncer extirpable todo aquello que no se ajustara a esa idea malsana del argentino de bien, se dejó llevar al quirófano y se dejó mutilar: a ese cuerpo colectivo le extirparon una generación. Fue doloroso, pero era necesario porque estaba en juego nada menos, imagínense, que la seguridad nacional.
Murió mucha gente para tranquilizar a mucha otra. El pivote del marketing militar fue la defensa de una argentinidad siempre difusa, siempre en construcción, pero ellos lograron transmitir la idea de que esa argentinidad era algo sólido y cimentado. La Guerra Fría le había dado entidad a un enemigo, el comunismo. Y desde el Norte se abonaba la teoría de que nuestras sociedades latinoamericanas estaban siendo blanco de ataques evangélico-comunistas: los profetas de esa penetración tenían que morir, y rápido, porque el tiempo les jugaba a favor. Después de todo, decían la verdad. Este país se estaba convirtiendo en un nido de ratas.
Las ratas tomaron el poder y nos hablaron de seguridad. Y no sé si fueron convincentes, pero no encontraron resistencia en quienes todavía no adherían a aquellas vagas ideas extranjerizantes. Los años de asesinatos sistemáticos en procura de mantener intacta la argentinidad tiñeron todo de sangre, pero mientras tanto, mientras se exterminaba a culpables y sospechosos de ideas foráneas, no se aseguraba la seguridad: es más, es paradójico, es diabólico, pero fue precisamente en aquel tiempo que el poder comenzó a sembrar en el intestino social el germen de la inseguridad.
Crecí en Quilmes como otros crecieron en cualquier barrio, y a nadie le robaban la bicicleta ni lo tomaban de rehén ni le pegaban un tiro por treinta pesos. Había violencia política pero no violencia social. Se liquidó la violencia política y se aprovechó la anarquía de la representatividad social para implantar un modelo económico que traería, con el correr de los años, las pestes de las que hoy nos lamentamos.
Fue la mano dura hacia la oposición política la que permitió que las clases dominantes no rindieran cuenta de cosas tan escandalosas como la estatización de la deuda privada. Fue esa misma mano dura la que allanó el camino para que sátrapas de varias nacionalidades, entre ellas la argentina, hicieran negocios que no hubiesen podido hacer en otro momento ni en otro lugar. Y en ese carnaval dantesco de falta de garantías individuales, asesinatos masivos y negocios pimpantes, fue surgiendo lentamente la inequidad que después la democracia no reparó. La inequidad siguió su ruta.
¿Cómo es la ruta de la inequidad? Es difícil describirla cuando está tan naturalizada. Es posible hablar de una ciudadanía por nacimiento. Quienes nacen en determinados sectores sociales se hacen acreedores al derecho de ciudadanía y con él pueden reclamar, defenderse, exigir algunas cosas concretas, como cloacas, y algunas cosas abstractas, como justicia. Si se nace en otros sectores sociales, con el nacimiento no se adquiere derecho a nada. No se nace en el siglo XXI, sino en el XVIII, en el XIX, se nace antes del descubrimiento de la penicilina y antes de la invención de la máquina de escribir.
Ahora la lucha contra la inseguridad vuelve a insinuar la necesidad de mano dura, la misma que convirtió este país provinciano en una postal amarga de gente que come basura. Y como en un happening ridículo, miles y miles de personas consumen una versión absurda sobre el origen de la inseguridad, en una marcha multitudinaria en la que los sin gorra, los policías exonerados por haber estado, en muchos casos, implicados en los mismos delitos que exasperan a la gente, participan de la organización, rapados, sin palos, con las caras descubiertas.
La seguridad de los ’70 y la inseguridad de hoy se unen en un trazo grueso y tan evidente que hace sonar el hit favorito de la Argentina idiota.
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