Lun 11.09.2006

CONTRATAPA

Los dientes del tiempo

› Por Juan Sasturain

“Si el tiempo no ataca a la obra,
muerde al obrero.”
Estelas
, Victor Segalen

Hace unos meses, la noticia era que se desmoronaban tramos de la mítica muralla china: las lluvias, cataclismos puntuales; el tiempo y sus avatares, en suma. Ahora, según cables fechados en Pekín la semana pasada, la pagoda de madera de Yingxian, la más alta del mundo en su tipo, ha comenzado a emular a la torre de Pisa y se inclina, se viene pausadamente abajo sin que los expertos sepan cómo evitarlo. Erigida hace 950 años durante la dinastía Liao (916-1125), la osada estructura octogonal tiene la excepcional particularidad de estar construida íntegramente de madera sin utilizar un solo clavo. Ubicada en el templo budista de Fogong, en la provincia norteña de Shanxi, la pagoda es apenas más alta que la emblemática torre italiana: 67,31 metros de altura y nueve pisos (cinco visibles desde el exterior y cuatro ocultos). La construcción lleva el nombre de Sakyamuni, fundador del budismo, y sus muros interiores están decorados con estatuas y pinturas de Buda que son fundamentales –dicen los que saben– para estudiar la religión y las técnicas de grabado de la dinastía Liao.

Aunque en los últimos siglos ha soportado y superado terremotos, tormentas, relámpagos y guerras, en la actualidad la supervivencia –unida a su condición vertical– de la estilizada torre de madera está amenazada a plazo más o menos fijo. Mientras, a la espera de que el ángulo de inclinación no difiera muy aceleradamente de los noventa grados clásicos del equilibrio, una brigada de bomberos sigue vigilando la pagoda las 24 horas del día para defenderla de otra de sus mayores amenazas: el fuego.

Los expertos encargados de neutralizar la falsa escuadra y evitar que la pagoda se venga cada vez más en banda –según puntualizan los mismos cables– se debaten entre tres opciones: desmantelarla y reconstruirla usando la madera y la técnica original, elevar los tres primeros pisos para fijar los dos inferiores (que son los que más se han inclinado), y reforzar las partes dañadas con estructuras de acero. La opción escogida será probablemente una combinación de las tres alternativas. Ninguna de ellas, estamos seguros, responderá al espíritu con que la pagoda fue construida: no provocar al tiempo ni desafiarlo sino ofrecerse dócilmente a él. Como ya lo explicó alguna vez y para siempre el malogrado Victor Segalen en palabras perfectas –ellas sí inaccesibles a los estragos del tiempo–.

Quien me reveló las maravillas del médico naval y arqueólogo francés que descubrió China y se dejó conquistar por ella hace casi un siglo fue el pintor Daniel Santoro. Primero descubrí, en un catálogo o en un libro suyo dedicado a la estética y a la gráfica peronista, la memorable cita del acápite: “Si el tiempo no ataca a la obra, muerde al obrero”. Después, la única vez que fui a su taller, conversamos, con Santoro, entre otras cosas y entre otros signos e ideogramas, de esa cita luminosa, de los chinos y del maravilloso Segalen. Fue una verdadera revelación poética y filosófica que ahora, con la historia de la pagoda de madera encastrada que parece que se viene cayendo y que se cae, vuelve con la belleza de sus sordos ruidos.

Victor Segalen (Brest, 1878) publicó los poemas en prosa de Estelas (Estèles) en 1912 en Pekín, donde estaba en misión oficial primero como médico militar, luego como arqueólogo y expedicionario. De regreso a París, realizó una edición aumentada de 64 textos, la definitiva, que dedicó a Paul Claudel, y retornó a Oriente. Volvería a Europa sólo para morir.

Es que China, toda la cultura china, lo conmovió. Segalen comprendió enseguida –como le sucedió por entonces a Pound en el campo de la expresión poética– que ahí había otra cosa, otra manera de ver y concebir el mundo que no era la del trágico Occidente. Siguió su trabajo de iluminación con Pinturas (Peintures), que apareció en 1916, y el extenso poema Tibet que se publicará, como el resto de su escasa obra, tras su muerte en la oscura Huelgoat, en 1919.

Segalen no tuvo contacto con el pobre Apollinaire o con el manco Cendrars (para nos salir de la lengua francesa ni de los obuses de la época), pero junto a ellos y desde otro lado dejó una obra extraordinariamente original previa a que estallaran primero Dadá y después la revolución surrealista en la inmediata posguerra.

Las luminosas 64 “estelas”, forma de composición “inspirada en esos monumentos limitados a una tabla de piedra erigida verticalmente que lleva una inscripción y cuya frente plana se incrusta en el cielo de China”, están distribuidas en el libro en seis series irregulares, según estén dispuestas “de cara” al Norte, al Sur, a Oriente, a Occidente, al Mediodía o colocadas “al borde del camino”...

La novena estela de las que dan cara al Mediodía se titula A los diez mil años y en tono admonitorio aconseja a “los hijos de Han” cuya sabiduría alcanza “diez mil años y diez mil veces diez mil años” no hacer lo que hacen “estos bárbaros (los occidentales) que descartando la madera, el ladrillo y la tierra, edifican en la roca a fin de edificar para la eternidad”, “veneran tumbas, cuya única gloria consiste en existir todavía, puentes célebres por ser viejos y templos de piedra demasiado dura... Se enorgullecen de que su cemento se endurece con los soles; las lunas mueren pulimentando sus losas...” No saben que “ninguna cosa inmóvil escapa a los dientes hambrientos de las edades” y que “la permanencia no es nunca el destino de lo sólido”. Para terminar: “Lo inmutable no habita en vuestros muros sino en vosotros, hombres lentos, hombres continuos...” Y ahí, en seguida, el verso hermoso, terrible: “Si el tiempo no ataca a la obra, muerde al obrero”.

Por eso, hay que alimentar al tiempo –dice Segalen por boca china o China a través de Segalen–. Hay que saciarlo con maderas pintadas, edificar en arena que ceda, arcilla húmeda, erigir bellos techos que han de derrumbarse, “acribillarán el suelo con sus escamas”.

La pagoda de madera de Yingxian, cansada de siglos, se inclina en callado, dócil asentimiento. No se cae; sólo vuelve a casa.

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