› Por José Pablo Feinmann
Hay frases que a uno lo toman por sorpresa. Sobre todo cuando, distraído, saliendo apenas de las cavernas del sueño, abre el diario de la mañana y echa una errática mirada sobre los títulos que saltan hacia uno, atrapándolo, jamás dejándolo indiferente, hasta lograr por fin lo inevitable: arruinarle el desayuno. Pero uno tiene que enterarse, estar medianamente al día, ser, entonces, esa clase de burgués matutino que Nietzsche odiaba, el lector de periódicos. El día no era un día como cualquier otro: era, precisamente, el 11 de septiembre, se cumplían cinco años de la cuestión de las Torres Gemelas. Yo esperaba leer todo tipo de noticias al respecto. Ya la noche anterior me había dormido preparado para semejante cosa: “Atención”, me dije, “porque mañana no va a ver una sola página del diario que no hable de las Torres”. No: uno vive equivocándose y he aquí que, una vez más, me equivoqué, dado que una noticia aguardaba por mí con una carga inequívoca de inesperaneidad, si se me permite el neologismo. La noticia, en grandes letras, hablaba de la visita del Papa, personaje al que suelo seguir en sus avatares porque el problema de Dios no sólo me interesa, sino que me angustia, a su Alemania natal, donde, lejanamente ya, había sido, en su sorprendida inocencia, un tierno jovenzuelo de las juventudes de Mefistófeles. Será por eso, conjeturan algunos, que individuos no identificados, pero en un indubitable acto de barbarie digno de esas lejanas juventudes que cobijaron al que era entonces, sin lugar a dudas, como dijéramos, “un tierno jovenzuelo”, arrojaron pintura contra las paredes de la fachada blanca de la casa natal del Papa, injuriándolas y, de paso, injuriándolo. El, es decir, el Papa, no se había enterado aún de esto cuando habló ante una inmensa muchedumbre, más que numerosa, o sea, numerosísima, es decir: multitudinaria, y el Papa, más que hablar, dio una misa y, en esa misa, dijo lo que yo leí al despertar, porque dijo: “En estos tiempos sufrimos una sordera ante Dios”, frase que fue traducida por el titulero del diario del siguiente modo: “El Papa dijo que Occidente sufre una sordera ante Dios”, y motivó que yo, por fin, viera claras las angustias teológicas de tantos creyentes desgarrados, de tantos hombres que quieren creer y no pueden, de, por ejemplo, Ingmar Bergman, que ha vivido trastornado por el “silencio de Dios”, o de Woody Allen, que ha dicho “Dios no juega a los dados con el Universo, juega a las escondidas”, equivocados ellos, todos sufriendo inútilmente, ya que eso que consideraban una enorme Ausencia, la Ausencia de la Palabra Divina, no lo era tal: no hay silencio de Dios, hay sordera de Occidente. Basta de búsquedas metafísicas. Lo que hace falta es un buen otorrinolaringólogo.
El Papa habló ante 250.000 fieles. Si alguien cree que el tono ciertamente satírico de las anteriores líneas expresa mi liviandad ante estas cuestiones, se equivoca. Son terriblemente graves para mí. La Humanidad está sola y sólo sabe destruirse a sí misma. Dostoyevski, un gran pensador religioso, decía: “Los hombres están solos en la tierra, ésta es su tragedia”. La llamada “fe del carbonero” pareciera ser la única posible: una fe que no pregunta, que no cuestiona, que se entrega abierta y pura. Pero el hombre de la modernidad perdió la pureza. El tema del “silencio de Dios” es el tema de su ausencia. Su ausencia, sobre todo, ante los horrores de la Historia. Primo Levi dijo: “Existe Auschwitz; no existe Dios”.
El Papa plantea sólo una parte de la cuestión. Es cierto que Occidente está sordo ante Dios. Si lo está es porque ya se acostumbró a Su silencio, no espera nada de Dios. La secularización arrasa con todas las creencias y el sistema capitalista de producción, que no cesa de crear mercancías y necesidades, propone nuevos dioses todos los días. Hay, sin embargo, en la nación-líder de Occidente una mezcla explosiva de secularización y fanatismo religioso. Estados Unidos se asume como un país fuertemente cristiano que, si está en guerra, lo está por defender los valores fundacionales de Occidente. La recurrencia a Dios es constante en el discurso bélico norteamericano. Incluso frases ya instaladas como “Eje del Mal” o “Ellos o nosotros” tienen rasgos de fundamentalismo cristiano que se creían propios del islamismo. No, y éste sería un tema para Borges: tanto se odian los enemigos enfrentados en la guerra post Torres Gemelas que sus rasgos terminan por asimilarse, se dibujan con las mismas líneas. Bush (y cuando digo “Bush” no me refiero sólo a ese mostrenco texano que pone la cara en la mayoría de las fotografías, sino a la maquinaria bélica que se mueve detrás de él) es capaz de ser, a la vez, secular y fundamentalista. Los intereses seculares (por decirlo con nitidez: el petróleo) se expresan con lenguaje fundamentalista. Estados Unidos no dice: “Queremos todo el petróleo del Islam”. Dice: “Dios nos acompaña en esta guerra”. Bush, que tiene la cualidad de sobreactuar: algo que, en rigor, clarifica las cuestiones, ha dicho: “Dios no es neutral”. También el líder iraní que lo enfrenta opina lo mismo. Opina que “Dios no es neutral”. Si tanto Estados Unidos como Irán creen que “Dios no es neutral” es porque, cada uno de ellos, cree que Dios apoya su causa. Ante el silencio de Dios, los fundamentalistas hablan en su nombre. Aquí, el Papa debiera ver que, más que la sordera de Occidente, lo que se necesita es una palabra de Dios, para desempatar. Cosa que sería difícil para Dios: lo obligaría a elegir. Pero, ¿no es acaso –insistamos en esto– el silencio de Dios el que permite a los fundamentalistas adjudicarse tan fácilmente su representatividad? Si –al menos– se temiera, si sólo se temiera alguna posible palabra de Dios nadie se diría con tanta liviandad su representante. Ocurre que –Nietzsche tiene razón– Dios ha muerto y esto permite que los guerreros digan, con irresponsabilidad, representarlo. No se trata, como dijo por ahí Slavoj Zizek, que Dios no ha muerto sino que vive en la fe fanática de los fundamentalismos belicistas. No: Dios ha muerto. Si hubiera algún temor (y muchas veces el hombre temió a Dios, pero hace mucho tiempo, cuando aún podía sentir Su cercanía) nadie hablaría en su nombre. ¿Cómo pueden los presidentes Bush y Ahmadinejad decir que tienen de su lado a Dios y actúan inspirados por El? Porque no temen que nadie los des-autorice. Están tan acostumbrados al silencio, a la ausencia, al hondo desinterés de Dios que lo invocan sin temor. Se lo adjudica Bush. Se lo adjudica Ahmadinejad, quien, además, está autorizado por el ayatolá Alí Khamenei, que viste túnicas y un turbante negro por el cual debe entenderse que es descendiente del profeta Mahoma. No quiero simplificar lo que dijo Zizek: hay un exceso de Dios en los fundamentalismos, pero ese exceso se dibuja sobre una carencia de Dios. Los hombres se exceden en invocar a Dios y en decir representarlo porque no temen ni su palabra ni, mucho menos, su ira. Cada uno de ellos es la ira de Dios. La ira de Dios no es la de Dios, sino la de los fundamentalismos belicistas, el norteamericano, el islámico.
Lo que le sucedió al Papa es como para meter miedo. Durante su viaje a Alemania dijo (y esto me sorprendió) que la sordera de Occidente preocupaba al Islam y a las poblaciones de Asia y Africa, las cuales estaban asustadas “ante un Occidente que excluye a Dios de la visión del hombre”. Luego dijo que la racionalidad occidental había desplazado a Dios del centro de las preocupaciones de los hombres; de donde vemos que la tan vapuleada razón occidental (toda la filosofía –desde Nietzsche y Heidegger hasta Jacques Derrida– es, ya larga y abrumadoramente, un ataque a la razón occidental, causante de todos los males) sería la que impide que Occidente no sólo sea sordo ante Dios, sino que preocupe a Oriente por esa sordera. Un buen gesto del Papa, que debía viajar al Islam al día siguiente. Pero el aquí bienintencionado Benedicto XVI parece que dijo alguna incorrección sobre Mahoma y la violencia y se acabó todo, no hay organización islámica en todo el vasto mundo que no lo considere un blasfemo de Mahoma.
El Islam tiene a Dios en todas partes. Tiene un Dios para la guerra, un Dios para orarle, y un libro, El Corán, para leer incesantemente y conocer las recompensas para los fieles y los castigos, nunca leves, para los infieles. Aquí, nosotros, hombres de la modernidad de Occidente, hombres secularizados, que, lejos de tener, como ellos, un exceso de Dios, sentimos, desde hace siglos y a través de grandes pensadores como Kierkegaard, Dostoyevski y Nietzsche, su carencia, estamos inermes. Nos cuesta entender –por más esfuerzos interculturales que hagamos– esa sobreabundancia de lo divino, que, para colmo de nuestra capacidad de compresión, se encarna en individuos concretos, en seres elegidos, en “descendientes de Mahoma” (¿ha imaginado, alguna vez, Occidente la posibilidad de un descendiente de Jesús de Nazareth?) que planean guerras y tienen proyectos nucleares para enfrentar a otros “elegidos”, que no se dirán “descendientes de Dios”, pero, en su caos bélico y destructivo interior, creen serlo. Entre tanto, en este mundo que ya no confía en la razón, que está harto de la fiesta de los instintos porque sabe que, si hay instintos, es porque el vértigo de las mercancías los despierta para vender sus productos, y entonces nos impulsa al sexo, y a las cirugías, y a la cultura fast, a la comida fast, al idiotismo fashion, a la televisión basura, al cine computarizado, al porno Internet y al vasto universo de las drogas, en este mundo, todavía, algunas almas desesperadas buscan a Dios, le rezan por las noches, lo buscan en el amor o en la opción por los enfermos y los pobres y los hambrientos, y no son ellos los que están sordos, el que está sordo es Dios, el que no escucha es Dios, y el entero mundo marcha al acaso, a la deriva, y en el cercano horizonte está la tormenta, la peor de todas.
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