Mié 20.09.2006

CONTRATAPA

Ser confesional

› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Era de suponer, era justo y necesario. Correspondía pensar que, alentado por el ejemplo épico y memorialista de Günter Grass, más temprano que tarde, sucedería lo que en realidad todos esperábamos y deseábamos con creciente e indisimulable ansiedad: el célebre y querido actor chino de películas de acción Jackie Chan ha confesado, por fin, agobiado por la culpa y el pesar, un turbulento pasado en el que se dedicó a “pelear, robar y vender drogas”. Esta noticia, era de esperarse, ha escandalizado al gremio de intérpretes del puño y la patada. La línea dura representada por Chuck Norris y Arnold Schwarzenegger consideró inadmisible el que Chan hubiera mantenido en la sombra –contrario a lo que dictaminan los purificadores principios del Templo Shaolín donde, superado su período de disipación, estudió Chan–; mientras Sylvester Stallone se solidarizó con el pequeño karateca aprovechando para recordar sus propios inicios como actor porno (y lamentándose en privado el no haberse guardado semejante confesión para estos días). The Rock pidió más datos antes de emitir su veredicto. Van Damme exigió la pena de muerte a ejecutarse en el potro satánico del Dr. Wu. Y Bruce Willis comentó que todo le importaba un cuerno y la semana que viene se reúnen todos los James Bond de la historia para alcanzar un acuerdo conjunto. Superman está fuera del planeta y Batman insinuó un prepárense para cuando yo abra la boca negándose, una vez más, a informar acerca del paradero del desde hace años ausente de los lugares que solía frecuentar Robin. Los intentos de contactar con el espíritu de Bruce Lee han sido, hasta la fecha, infructuosos. Pero se sigue trabajando en ello.

DOS Una fiebre confesional recorre al mundo. Nada como un pecadillo para saltar a las primeras planas o (ver el caso de Kate Moss, donde la “confesión” fue involuntaria y, por lo tanto, mucho más valiosa desde un punto de vista periodístico y amarillista) volver a los primeros planos y a las primeras campañas y a los primeros puestos en las pasarelas más altas de la moda y de la vida. De este modo, cabe pensar que todos esos agentes y publicistas –que en la edad dorada del mundo del espectáculo luchaban por esconder a la prensa escandalosa los porros encendidos de Robert Mitchum o las marcas de cigarrillos apagados sobre el torso de James Dean– por estos días se la deben pasar realizando movimientos diametralmente inversos: cavar en jardines, abrir armarios, explorar áticos. Y encontrar allí lo que sea para ayudar a su cliente a ser primero condenado y enseguida indultado por una audiencia más que dispuesta a aplaudir una buena true story que una mediocre motion picture. Dentro de poco, ya ni siquiera hará falta actuar o hundirse en los pantanos de un reality show. Bastará, tan solo, con hacerse famoso confesando algo. Y, después, al tiempo, confesar que era mentira.

TRES Pero posiblemente la variedad más interesante de confesión sea la inconsciente, eso que Freud llamó acto fallido y que, como un virus, ataca cuando menos se lo piensa pero más se lo espera. Eso que días atrás atacó al inefable Benedicto XVI, supuesto Papa progresista o, al menos, más progresista que Juan Pablo II (lo que, convengamos, no demanda un gran esfuerzo y mucho menos una revolución teológica, basta con no hablar mal de Charles Darwin e insinuar que tal vez no estaba en lo cierto). La cuestión es que el martes de la semana pasada, el Papa –tal vez entusiasmado por los aires de Ratisbona, Alemania– se metió con el Islam. ¿Por qué? Todo parece indicar que el Papa –etnocentrista hasta la médula– no piensa en otra cosa que en que la poco constituida Constitución Europea incluya en su texto una mención especial en la que el continente creciente todo se asuma como católico apostólico y romano antes que todo y los demás a la cola. Desde entonces, ya se sabe: protestas, manifestaciones, efigies quemadas, amenazas varias y una pobre monja asesinada que, seguro, no demorará en ser beatificada para, pronto, ser ascendida a los altares como la necesaria santa patrona de los bocazas e incontinentes. Y ya saben también: el Papa se disculpó papalmente y se dijo “apenado” como si se tratara más de una martirológica madre judía que de un santo padre de la cristiandad. “Apenado” equivale a afirmar que no se comprendió lo que dijo y que fue citado fuera de contexto y que no representaba su pensamiento sino algo que le dijo un emperador bizantino del siglo XIV llamado Manuel II Paleólogo a un erudito persa que pasaba por ahí.

Así, desde hace días, los noticieros rebosan de gente a la que le gusta aullar aullando y de gente a la que le gusta hablar elípticamente arrojando elipsis al aire. Hoy los diarios informan de una inminente ofensiva diplomática del Vaticano para intentar que se olvide la para muchos ofensa imperdonable mientras Al Qaida “jura” derrotar a la cristiandad. En lo personal, yo creo que no son buenos tiempos para andar pronunciando la palabra jihad en vano. Por mucho menos, si se tratara de algo sucedido en una empresa multinacional, el ejecutivo ocupando una posición equivalente a la de Benedicto XVI se habría visto obligado a vaciar sus cajones al regreso de su viajecito. Pero ya sabemos que del cargo de Papa no te echan, al menos no por derechas. Lo que resulta muy gracioso de todo el episodio y, ahora, de las encendidas alocuciones de portavoces de sotana en cuanto a que todo el asunto se ha exagerado es que se trata de las mismas personas que –hipersensibles e inquisitoriales– insisten en el pecado de usar preservativos porque no está comprobado que ayude a evitar el contagio del sida, en los riesgos de posesión satánica si se asiste a un concierto de Madonna, o en las conjuras teledirigidas que se ocultan detrás de esa soberana estupidez conocida como El código Da Vinci.

La verdad que no entiendo por qué Benedicto XVI –quien después de todo pide perdón cada vez que reza, no puede costarle tanto– no pide perdón de una y sin tanto adorno o disimulo y a otra cosa. Tal vez entonces –inspirados por el ejemplo– Osama bin Laden se disculpe por lo del World Trade Center, George W. Bush se excuse por haber seguido los pasos de su padre y todos vivamos en un mundo mucho mejor y felizmente confesado y volvamos a los orígenes y, como Riquelme, les hagamos caso a nuestras madres –judías, católicas, musulmanas, lo que sea... siempre protestantes– que tanto sufren por nosotros y a quienes nunca debemos hacer sufrir. O como sonrió un conductor de telediario español al dar la noticia del crack abandonando la albiceleste: “Pobre señora. Se ponía nerviosa. Menos mal que el hijo no le salió torero”.

O Papa.

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