› Por Juan Sasturain
Primer aniversario. Existe el Día de la Primavera acá pero no el Día del Otoño allá. Por eso, hace 140 años, el 21 de septiembre de 1866 arrancaba formalmente en Bromley, condado de Kent, Inglaterra, la estación de la melancolía, atardecía lluvioso y gris cuando nació el pequeño Herbert George para alegría de los suyos. En realidad, los padres se gastaron en nombres que devendrían cautas iniciales: sería H. G. Wells después, para la historia y para la tapa de sus numerosos libros.
Segundo aniversario: hace ciento diez años también exactamente aparecía en Londres una novelita escalofriante, The Island of Dr. Moreau, en la que un científico debidamente aislado y clásicamente fronterizo intentaba acelerar la evolución a golpes de bisturí mientras las nuevas bestias eran sujetas al recitado salmódico de una Ley –como todas– infructuosa. El treintañero H. G. Wells, su autor, era por entonces un inexperto escritor y periodista de veloz formación científica que se había empeñado desde el año anterior, con la publicación de su primera novela, The Time Machine, en inventar ficciones desaforadas, inclasificables. Tanto que requerirían, con el tiempo y la consabida descendencia, la equívoca ortopedia del rótulo: sin avisarle a nadie, el hombre había fundado la ciencia ficción.
Como buen fundador, Wells fue prolífico y diverso. El fin de siglo parecía quemarle bajo los pies y escribió a la carrera, entre 1895 y 1902, además de varias docenas de relatos breves, las primeras novelas que Borges leyó de niño apenas una década después y que supuso o deseó que fueran también las últimas: The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The Invisible Man, When the Sleeper Awakes, The War of the Worlds y The First Men in the Moon, seis ficciones en las que contó (inventó) el viaje en el tiempo, la mutación genética, la invisibilidad, la vida futura, la invasión extraterrestre, el viaje espacial. Podríamos suponer que a la séptima, The Food of the Gods, de 1904, descansó. No fue así. Siguió escribiendo, incesante: tenía mucho que decir.
Sin paradojas, y con la perspectiva de los años treinta, André Maurois escribió: “...desde 1895 a 1902 Wells fue tan sólo un novelista célebre”. Es que Wells se pensaba llamado para otro destino que el mismo Maurois y otros han descripto con cierto estupor no exento de vergüenza ajena: la reforma social y política, la predicación de recetas de salvación colectiva. Borges definió el tránsito casi epigramáticamente: “En las últimas décadas de su vida pasó de la escritura de sueños a la redacción de laboriosos grandes libros que pudieran ayudar a los hombres a ser ciudadanos del mundo”. También Conan Doyle en su momento abandonó las luminosas investigaciones del opiómano de Baker Street por la prédica militante del espiritismo, pasó de Holmes a Kardec. Incluso nuestro último Oesterheld hizo del perplejo Juan Salvo un salvador iluminado. Las cruzadas suelen llenar la vida pero ahuecar la literatura.
Hay un tercer aniversario: hace casi exactamente sesenta años también, el 12 de agosto de 1946, se moría Wells en una Inglaterra maltrecha pero erguida que acababa de sobrevivir a una impiadosa “guerra de los mundos” sin necesidad de extraterrestres. Tenía ochenta, demasiados años. Los suficientes para corroborar lo que poco más de una década atrás había dejado escrito en un sincerísimo Ensayo de Autobiografía que, traducido por León Felipe, se lee con fluidez e inevitable melancolía: “Escribir gran cantidad de artículos y libros no es prueba de energía sino de hábitos sedentarios. Los dotados de verdadero exceso de energía y entusiasmo se llaman Mussolini, Hitler, Stalin, Gladstone, Napoleón... Muchas generaciones tendrán que corregir lo que ellos hagan. Pero lo que yo deje detrás de mí no necesitará rectificación alguna”.
Claro que no. Aunque es seguro que ha dejado algo diferente de lo que creía –y quería– legar: hoy Wells es mucho más un inventor de ficciones inolvidables que el teórico de una comunidad universal, el pensador preocupado por el destino de la humanidad. Como Swift, como Dante, como Cervantes, Melville o Hernández mismo, Wells produjo obras que más acá de su manifiesta o encubierta intención instrumental –demostrar una tesis, proponer un símbolo, provocar una reacción– seducen por las virtudes fantásticas del relato. Wells, un “comprometido” militante de las causas mayúsculas, resulta ser un paradójico cultor de la literatura considerada (y demonizada) de “evasión”. Sus maravillosas novelas son clásicamente ejemplares al respecto.
Cuando se plantea la existencia de cierta literatura cuyo ejercicio o lectura implica la “evasión de la realidad” se parte de dos falaces a priori: primero, suponer que la realidad no incluye a la literatura; segundo, definir el gesto doble que la define (escribir/leer) como una escapatoria. Y se trata –El hombre invisible, esa metáfora admirable de la soledad mediante– precisamente de lo contrario: nada nos hace o permite salir de la realidad, ni siquiera la muerte, que es su confirmación. Y en cuanto a la literatura, asumida como tal desde los dos lados del texto (autor/lector), es básicamente un acto de irrupción: la literatura es invasión. Invasión personal –hacia adentro– e invasión del Otro genérico.
Habitualmente, el manipulado/manipulador que la practica –y no importa si lee o es leído– se esfuerza o sueña con evadirse de ella, de la literatura, hacia territorios menos problemáticos como el sexo, el dinero, la política o alguna otra coartada que justifique el gesto soberbio de escribir/leer. En general, fracasa o se pierde en el camino.
En el caso de H. G. Wells, su obra narrativa –como sus personajes que saltan a través del tiempo, el espacio o las dimensiones– sólo puede ser acusada de intento de evasión de sí misma, en grado saludable de tentativa frustrada.
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