› Por José Pablo Feinmann
A ella le decían Pinturita. Era alta, usaba unos tacos fuertes y ruidosos que chocaban contra las baldosas o el asfalto como el Séptimo de Caballería; usaba, también, anteojos negros, como esas actrices norteamericanas que salían en Antena o Radiofilm, se pintaba los labios de rojo furia, las mejillas empolvadas, el pulóver lleno a reventar, un poco por el orgullo, y mucho, desmedidamente, por el formidable par de tetas que tenía, las piernas robustas y largas, los brazos también robustos y los dedos como garras. Qué mina. La mirábamos pasar por Estomba rumbo a la Iglesia (¿a qué iba a la Iglesia?) y las mandíbulas se nos caían hasta el cordón de la vereda, lugar en el que estábamos sentados, en esas tardecitas de calor, allá, en Belgrano R, hacia mediados de los años cincuenta. “¿Cómo para qué va a la Iglesia, boludo?,” decía Alfredo, que era el más grande de nosotros. “Para confesar los pecados.” Todos conocíamos los pecados de Pinturita. Era la puta del barrio. Vivía en un conventillo, cruzando Juramento, donde empezaba la parte pobre del barrio. Increíble la poca distancia entre ricos y pobres en ese barrio, en esa época. Vos cruzabas Juramento hacia Mendoza y se acabó, sonaste, eras pobre. De Juramento hacia Echeverría y Sucre y Pampa y en seguida los Virreyes y eras rico, o de familia bien, con viejo médico, como yo. Que me moría por jugar al fútbol con los del otro lado, los de Juramento para allá, que eran unos reos y armaban unos partidos fenomenales y siempre tenían una pelota de cuero que, de algún lado, se la afanaban. Yo jugaba al arco. Doce años, flaco, buenos reflejos. El primer gol me lo hicieron cuando, por primera vez, la vi salir a Pinturita del conventillo. Ni la vi a la pelota. Ni Amadeo la hubiera visto: ella tenía un suéter rojo como la sangre de Alfredo ese día en que Pocho le dio una piña que ni Lausse ni Merentino, sólo Pocho. Rojo el suéter. La miré y la pelota se me coló entre las piernas. Los boludos del otro equipo gritaron ¡Gol! pero el que más la vio a Pinturita ese día fui yo, qué minón, carajo, ni en el Dinamita ni en el Cabeza Fresca se veían cosas así.
No atendía en el conventillo. Ahí tenía su habitación, que era la más linda, prolija y con unos malvones abundantes, más verdes que Ferrocarril Oeste. Se decía, nadie tenía la posta, que atendía en la Iglesia, en la nueva, en la que estaban construyendo. Que era la mina de Atilio, el sereno, el que se quedaba a la noche cuidando la Iglesia: que nadie fuera a franelear contra las paredes de tan santo lugar. Se decía que Atilio era el macho y la hacía laburar para él. Que ella atendía en la torre. Que tenías que arreglar con Atilio y esa noche subías hasta la torre y ahí te esperaba Pinturita y cogías. Le veías la cara a Dios. Dios era la concha. La concha era algo tan extraño para nosotros, tan lejano, que le decíamos así: Dios.
Dinamita y Cabeza Fresca eran las dos revistas con minas medio en bolas. Medio, porque en bolas: ninguna. Para mí, durante años y años, las tetas de una mina eran una rayita en medio del escote. El resto: vaya uno a saber qué era el resto. Una vez, en el Grand Córdoba, nos dejaron pasar en una “prohibida para menos de 18 años” con Martine Carol. Ahí vi, por fin, un par de tetas. A la semana siguiente dieron La Isla del Deseo, con Magali Noel, la Gradisca de Amarcord. ¡Lo que era la Magali en esa película! Volvíamos por Alvarez Thomas y nos preguntábamos si existirían mujeres así, como Magali Noel. “En el cine nada mas, boludo”, decía Alfredo, que terminaba todo lo que decía diciendo “boludo”. Esa noche tuve fiebre y ni tres mejorales amainaron los ardores que Magali había despertado.
En el Colegio, en primer año del secundario, tuvimos una profesora de castellano que era un camionazo. Se llamaba Soto. Le decían la Soto. Y nosotros el Choto, que era lo que queríamos darle. Rompimos la parte delantera del escritorio: hicimos un agujero importante ahí. La Soto se sentaba, se cruzaba de piernas y si uno la miraba desde el piso te decían que le veías la bombacha. Para qué. Cada clase, por lo menos dos pajeros se escondían en los bancos de atrás, bien contra el piso, y le miraban la bombachita a la Soto. Y le hacían un “homenaje”, que era pajearse por ella. Un día la Soto descubre a uno. Qué hace ahí, le pregunta. Es que me siento mal, dice el pecador. Anoche comí pizza fría. Pero, a quién se le ocurre, dice la Soto, y lo manda a la casa para que se cure. Al tipo le salieron todas: le vio la bombacha, la homenajeó y encima se hizo la rata.
A partir del secundario ya era imperioso debutar. Cogerse una mina de una vez por todas. Alfredo, por fin, consiguió una puta. Seríamos cinco. Todos pusimos la guita y fuimos a Plaza Italia. Ahí, uno del grupo, tenía libre la casa de los viejos que se habían ido a Europa o algo así. Entramos y la mina esperaba en una habitación del fondo. Fuimos pasando uno tras otro. Los que volvían, volvían un poco tristes. Menos Alfredo, que apareció con el choto en la mano y dijo saben la matraca que le di, boludos, la dejé para los perros. O sea: para mí, que era el próximo. Entré y la mina estaba en el suelo, encima de una manta. Desnuda, fumaba un cigarrillo y me miró. Y yo, por primera vez, le vi la cara a Dios. Me pareció horrible Dios, un dios oscuro, un dios del pecado. No sé cómo, pero me la cogí. Años después escribí un cuento en el que no, no podía cogérmela. Pero era para darle pinta de sufrido al protagonista y porque estaba de moda no cogerse a las putas; en la literatura, digo. Creo que la culpa era de Abelardo Castillo, que había escrito un cuento así y todos lo copiábamos. Pero no, yo me la cogí a la mina. Y ella me dijo Bien, pibe, ahora sacate el forro y dale la guita al Alfredo. Se la di y Alfredo dijo: “Bien, boludo, al fin le viste la cara a Dios”.
Había otra chica en el barrio. Vivía entre Estomba y Tronador, sobre Echeverría. Se llamaba Clara y era muy linda. Un día la invité al cine y fuimos a ver Al Compás del Reloj con Bill Halley y sus Planetas. Fue muy divertido. Todo el cine se puso a bailar. Nosotros también y bailamos entre las butacas y yo hasta la hice girar sobre mi espalda. Después volvimos y no le di ni un beso. Me sentía sucio por lo de la puta. Además, Clara era una chica decente. Se juntaba con sus amigas y todas eran chicas muy serias. Dos meses después Pocho, que era arquero como yo, nos cuenta que se la levantó a Clarita, y que, en cualquier momento, se la coge. Yo no lo podía creer. Le dije que Clara no se iba a dejar. Pocho se rió y Alfredo dijo: Pero si son todas putas, boludo. Lo único que quieren es coger. Me fui a mi casa, todo lloroso me fui, y me dije que mentían, que Clara era buena y decente y que iba a ser mi novia y hasta que me iba a casar con ella. Ya iban a ver si no. Y cuando me casara le iba a preguntar, la verdad le iba a exigir, cogiste o no cogiste con el Pocho, decime la verdad o te mato, puta de mierda.
Entonces la fui a buscar a Pinturita. Arreglé con Atilio. Era todo cierto: Atilio la cafishiaba y tenías que subir con él hasta la torre y ponérsela a Pinturita, previa retirada de Atilio, que se iba feliz contando la guita. Pinturita me esperaba sobre un catre, desnuda, con sus tetas legendarias, opulentas y, al fin, posibles. Me hizo acordar a Isabel Sarli en Sabaleros. Qué película Sabaleros. Después la Sarli engordó, y se puso vieja y se fue a la mierda. Pero en Sabaleros: las mejores tetas que vi en el cine. Ni las de Magali Noel. Pinturita me dijo: Vení, nene, acercate. ¿Cómo te llamás? Le iba a decir mi nombre cuando oímos un grito horripilante. Era Atilio: se había escondido ahí nomás, en la torre, para vernos coger, y ahora había resbalado y se había caído hasta la calle y ahí quedó, hecho pelota. Pinturita gritó desesperada. ¡Amor!, decía, ¡Amor de mi vida! Pará, le decía yo, que ni cogimos. Asqueroso, me dijo, como para coger estoy yo. ¿No ves que mi amor se hizo mierda contra los adoquines? Por eso, le dije, también se coge para olvidar. Furiosa, me puteó con ganas y corrió escaleras abajo en busca de su amor perdido.
Así fue cómo no me cogí a Pinturita.
Nota al pie: Estos no son los recuerdos de una infancia ni de una adolescencia felices. Son las mezquindades de un tiempo lleno de prohibiciones, de secretos hipócritas. Ocurre que los años tempranos se vuelven dulces y emotivos en la memoria. Pero, ¡cuánto habría deseado que alguien me explicara que la concha no era la cara de Dios! Que las mujeres no eran lo Otro. Que el sexo era hermoso y limpio y alegre. O podía y merecía serlo. Así que, no lo duden, larguen la educación sexual en las escuelas, urgente, ya, aunque los curas molesten y cacareen. Porque, saben, hay algo que no dije: cuando la policía se llevó eso que, sobre los adoquines, quedaba de Atilio, por fin supimos quién era. Era un sacristán, un hombre de Dios que vivía de Dios, o de su cara, que la tenía Pinturita.
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