› Por Juan Sasturain
Una de las virtudes más aparatosas del escritor inglés Thomas De Quincey (1785-1859) es el vigor con que titulaba. Textos como Confessions of an English Opium-Eater (“Confesiones de un opiófago inglés”) o On Murder Considered as One of the Fine Arts (“Del asesinato entendido como una de las bellas artes”) tienen la cualidad nada frecuente de ser inolvidables. Incluso para quienes no los hayan leído. Revisitado en estos últimos meses por una nueva selección de ensayos inéditos –La farsa de los cielos, Ediciones Paradiso–, De Quincey ratifica ésa y otras virtudes. Chesterton –que lo admiraba desde otra vereda– comparte la misma intuición para poner rótulos sugestivos: El hombre que fue Jueves es casi excesivo para demostrarlo. Y hay varios más que de algún modo y muchas maneras se le pusieron, afines, a la cola. Porque las Vidas imaginarias de Marcel Schwob y el Borges que exageraba con la Historia Universal de la Infamia también evocan a De Quincey.
Sin embargo, esas cualidades aparentes han servido para darle aire a un equívoco: asimilar su figura y su vida a la de un adelantado de cierta corriente de esteticismo bohemio y decadente. Y nada más lejano a la (plena) verdad. La biografía de Thomas de Quincey –un escritor amable en todos los sentidos de la palabra que tuvo una vida que no lo fue– da cuenta de otras riquísimas y cambiantes circunstancias.
Thomas De Quincey nació en 1785 en una familia de clase media de Manchester, perdió a su padre a los siete años y a su hermanita más querida también de muy chico. No se llevó bien con los tutores. Fue un precoz y brillante frecuentador de los clásicos griegos y latinos, estudiante con vocación literaria precisa y decisiones extremas. Se fugó del colegio, vagabundeó por Gales y terminó en Londres, a los diecisiete años, viviendo casi en la calle e inaugurando, con la pequeña Ann, la figura de la joven compañera prostituta que anuncia a la Monelle de Schwob. Pasó por Oxford –donde comenzó, a los 19 años, su larga y variada relación con el opio– y después tuvo su soñada etapa de vida natural y de retiro entre libros, con la frecuentación de los poetas lakistas –fue amigo muy cercano de Coleridge y, sobre todo, de los Wordsworth– prácticamente hasta los treinta años.
Es a partir de ese momento que su vida da un vuelco. En 1813 cayó en el consumo descontrolado de la droga y cuatro años después, a partir de su apresurado casamiento con Margaret Simpson, comenzó un largo período marcado por tres factores recurrentes: la penuria económica (tuvo ocho hijos), el trabajo intelectual a destajo para las publicaciones de la época y los cambios frecuentes de domicilio –Londres, Edimburgo– buscando siempre la cercanía de los editores y el despiste de los acreedores.
Si De Quincey hizo del opio una marca de oscura identidad y de los libros el objeto de un fervor inagotable, su vocación fue la escritura. Los avatares de su vida hicieron que no escribiera jamás (y por suerte) las obras –poemas, novelas, extensos tratados filosóficos– que le darían supuesta gloria literaria. Nada de eso pudo hacer. A los treinta y cinco años debió comenzar a publicar ya no para sí y la fama eventual sino para (mal) vivir. Toda la cultura humanista acumulada en sus años estudiantiles, toda la información que una curiosidad intelectual desaforada habían hecho de De Quincey un erudito todo terreno se vertió –durante tres décadas– en artículos y ensayos de inconfundible manera y rara sagacidad.
La tendencia digresiva, el énfasis en los detalles, las reflexiones abiertas, las asociaciones inesperadas y siempre pertinentes, la escritura fluida y laboriosa. Leer a De Quincey es un placer. Y leerlo cuando se ocupa de sí mismo, una aventura incomparable.
Precisamente, se cumplen ahora 150 años de que culminara, en 1856, la redacción definitiva de las Confesiones... y de Suspiria de Profundis, textos autobiográficos e introspectivos que fueron diseminados, adicionados, complementados, escritos y reescritos a lo largo de muchos años a partir de 1821, y que constituyen un ejercicio reflexivo ejemplar, un monumento estilístico de soberano rigor. Célebres, traducidas primero por Alfred de Musset y luego –famosamente glosados– por Baudelaire en Los paraísos artificiales, estas pormenorizadas crónicas son mucho más y considerablemente menos que lo que el morbo espera. De Quincey encuentra en el opio el pretexto, por un lado, para contar en sucesivas aproximaciones, su infancia y adolescencia; después, para describir el funcionamiento de su propia mente, el trabajo de la memoria y, sobre todo, sus descubrimientos sobre los mecanismos del sueño. La terrible experiencia del opio –minuciosamente descripta y evaluada– es apenas el disparador para poner su inteligencia y sensibilidad en movimiento. Quien haya leído, sobre el final, entre las evocadas ensoñaciones, la descripción de Savannah-la-Mar, la ciudad sumergida, quedará marcado como él, para siempre.
En la Argentina se lo ha querido bien y sin equívocos. Se lo ha puesto en su lugar, que en este caso es una manera de respetarlo. Hace ya cuarenta años, Jaime Rest escribió un hermoso ensayo sobre De Quincey; lo recogió en libro recién en 1978, en Mundos de la imaginación. Hasta entonces, excepto las reiteradas declaraciones de amor y fidelidad de Borges y el sensible comentario de Bioy en su prólogo a la selección de Ensayistas ingleses de Jackson, no se había publicado en castellano nada tan inteligente sobre el digresivo maestro de la prosa. Porque, como bien puntualizaba Rest siguiendo sobre todo a su admirada Virginia Woolf, el penoso De Quincey no escribía ensayos del mismo modo que Raymond Chandler, un siglo después, decía que él no escribía novelas ni cuentos sino “prosa inglesa”. Exactamente eso: la idea de que escribir es esencialmente un acto intransitivo, independiente del tema, el asunto o el argumento ocasional, está en el centro de su arte. Eso y un amplísimo registro sensible.
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