› Por Jorge Majfud *
En el proceso de un reciente estudio en la Universidad de Georgia, una estudiante se entrevistó con una muchacha colombiana y grabó la entrevista. La muchacha refirió su experiencia en Inglaterra y cómo los ingleses estaban interesados en conocer la realidad de Colombia. Después de que la muchacha detalló los problemas que tenían en su país, un inglés observó la paradoja de que, siendo Inglaterra más pequeña y con menos recursos naturales que Colombia, era mucho más rica. Su conclusión fue tajante: “Si Inglaterra hubiese administrado Colombia como una empresa, los colombianos hoy serían mucho más ricos”.
La muchacha admitió su fastidio, porque la expresión pretendía poner en evidencia todo lo incapaces que somos en América latina. La lúcida madurez de la joven colombiana era evidente en el transcurso de la entrevista, pero en ese momento no encontró las palabras para contestar a un hijo del viejo imperio. El calor del momento, la desfachatez de aquellos ingleses le impidieron recordar que en muchos aspectos América latina había sido manejada como una empresa británica y que, por lo tanto, la idea no sólo era poco original sino, además, era parte de la respuesta de por qué América latina era tan pobre, admitiendo que la pobreza es escasez de capitales y no de conciencia histórica.
De acuerdo: al continente latinoamericano le pesaron demasiado los trescientos años de una colonización monopólica, retrógrada y frecuentemente brutal, la que consolidó en el espíritu de nuestros pueblos una psicología refractaria a cualquier legitimación social y política (Alberto Montaner llamó a ese rasgo cultural “la sospechosa legitimidad original del poder”). Luego de las semiindependencias del siglo XIX, no sólo el “progreso” de los ferrocarriles ingleses fue una especie de jaula de oro –al decir de Eduardo Galeano–, de camisa de fuerza para el desarrollo autóctono latinoamericano, sino que algo parecido podemos ver en Africa: en Mozambique, por ejemplo, país que se extiende de norte a sur, los caminos lo atravesaban de este a oeste. El imperio británico sacaba así las riquezas de sus colonias centrales pasando por encima de la colonia portuguesa. En América latina podemos ver todavía las redes de asfalto y acero confluyendo siempre hacia los puertos (antiguos bastiones de las colonias españolas que los nativos rebeldes contemplaban con infinito rencor desde lo alto de las sierras salvajes y los terratenientes veían como la culminación del progreso posible de países retardados por “naturaleza”).
Claro que estas observaciones no nos eximen, a los latinoamericanos, de asumir nuestras propias responsabilidades. Estamos condicionados por una infraestructura económica, pero no determinados por ella, como un adulto no está atado irremediablemente a los traumas de su infancia. Seguramente debemos enfrentar en nuestros días otras camisas de fuerza, condicionamientos que nos vienen de afuera y de adentro, de la inevitable sed de predominio de potencias mundiales que no están dispuestas a cambios estratégicos, por un lado, y de la frecuente cultura de la inmovilidad propia, por el otro. Para lo primero es necesario perder la inocencia; para lo segundo necesitamos valor para criticarnos, para cambiarnos y cambiar el mundo.
* Escritor uruguayo y profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Georgia, EE.UU. Autor, entre otros libros, de La reina de América y La narración de lo invisible.
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