› Por Sandra Russo
Al año siguiente del furor de Resistiré, Telefé no pudo superar su propia apuesta. El deseo, que repetía un cierto clima que mezclaba romance con suspenso, no anduvo, pese a que este año Natalia Oreiro está probando en el 13 que ella es reina allí donde hay comedia. Cuando empezaron a llegar a las redacciones los rumores sobre la trama con la que volvía a la pantalla Pablo Echarri, más de uno –y me incluyo– pensó que iba a tratarse de un enorme disparate: partir de la adaptación libre de la novela de Alejandro Dumas para hablar de la apropiación de niños durante la dictadura. ¡Y con Pablo Echarri!
Sobre este chico se han hecho muchas bromas desde que participó en una publicidad de champú anticaspa. Y si hablamos del Boca-River de los galanes, él viene a ser el bostero, claro, mientras Facundo Arana es el millonario. El morocho argentino de Dominico frente al rubio saxofonista de zona norte. Si algo hay que reconocerle a Echarri, y a esta altura como una virtud de su personalidad y no de un golpe de suerte, es que pertenece al grupo reducido de las estrellas con dos dedos de frente (bastante más que el promedio). Es la segunda vez que Echarri gana porque acepta correrse del centro para ubicarse en uno de los laterales de una historia bien contada y bien actuada por todos. Los mejores productos que ha dado la ficción argentina reciente tienen en común esa clave: la rejerarquización de los elencos, a conciencia de que no hay roles menores que, mal llevados, no pudran todo.
¿Pero partir de Montecristo para hablar de la apropiación de niños durante la dictadura? Solamente a autores de televisión se les podía ocurrir semejante extravagancia. Y es precisamente esa extravagancia, ese arrebato de desprecio por la verosimilitud, la que permite a la televisión, como medio, levantar un vuelo insólito, imprevisto, socialmente rico, lleno de vasos comunicantes, cuando un acierto toma forma y se amplifica hacia un lado y hacia el otro de una multitudinaria platea espectadora.
Montecristo funciona. La trama hace un permanente trabajo de equilibrista entre lo asombroso y lo increíble. Es increíble que Santiago haya estado durante diez años preso en un agujero sucio de Marruecos. Partiendo de ahí, de ese disparador televisivo, lo increíble empezó a ser que fueran cotidianamente narradas, con una sutileza y un respeto actoral empático con la problemática, escenas en las que una chica tiene por primera vez la sospecha de ser hija de desaparecidos. O una en la que una ex detenida le cuenta a su hijo que era sacada de Campo de Mayo para tener relaciones sexuales forzadas con un militar. O una en la que un ex activo colaboracionista de la dictadura decide eliminar a un testigo clave en el juicio que se está llevando en su contra, muchos años después de sus crímenes.
Mientras Julio López sigue desaparecido y esa verdad no estalla como una bomba neutrónica en nuestras cabezas, mientras ese hecho es en sí mismo increíble y esta sociedad se lo ha tomado literalmente, y actúa como si eso no hubiese sucedido (fuera de los organismos de derechos humanos, el tema López se extingue, horrorosamente se extingue), en la ficción de Montecristo Laura desaparece. Ha sido secuestrada muchos años después y aquellas víctimas que habían logrado estabilizar sus vidas reviven el castigo inaudito de no saber: no saben si ella y su hijo están secuestrados y vale la pena seguir buscándolos o si es el momento de quebrarse y renunciar.
Montecristo recrea cada noche para millones de personas los núcleos de maldad y crueldad que regían en los ’70. Escenifica para los jóvenes qué esconde la palabra “apropiación”. Le da forma a la intimidad de incontables dramas familiares que tuvieron su cara doméstica. Traduce el lenguaje político al lenguaje del melodrama, pero se mantiene fiel al lenguaje emotivo de esos casos: no hay deformación ni exageración en el repertorio de emociones que exhibe.
La historia que relata Montecristo todavía no terminó.
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