› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Hay un pálido consuelo a la hora de saberse víctima de un engaño. Y ese leve alivio es el de que uno recién se sabe estafado (no importa desde cuándo, si fue por un tiempo largo o breve) en el instante preciso en que ese engaño muere. Es decir: la propia noción de la estafa sufrida consume y requiere de apenas unos pocos segundos, y su súbita conciencia duele lo que una inyección que, si hay suerte, inmunizará para la próxima. Después, claro –y aquí vienen las malas noticias–, dedicaremos minutos, horas, días, semanas, meses, años y hasta décadas al cómo es posible que hayamos sido tan idiotas. Lo que me lleva –a partir de aquí hablo a título personal, aunque estoy seguro de que no soy ni seré el único– a la joven actriz Scarlett Johansson.
DOS Porque hace poco más de un año, yo escribía en las páginas de un suplemento de este diario que “Scarlett Johansson es una belleza rara, una rubia diferente, un cuerpo que no es el de una sex-symbol (y al que, por algo, se encuadra poco en sus películas) y una joven de atractivos que no son ni fueron los de la típica lolita” y que “si hay algo que resulta fascinante en Scarlett Johansson es su verosímil normalidad. Más que una actriz adentro de un personaje parece una persona afuera de una actriz. Alguien que –en más de una escena– parece muy lejos de allí, más cerca de la butaca que de la pantalla”. En mi descargo, citaré que en la misma nota también advertí que “el gran riesgo, claro, está en que la novedad se agote, la rareza se vuelva cliché, el original se clone una y otra vez a sí mismo, y que la rubia se nos antoje cada vez más teñida y previsible y desesperada”. Lo que no me excusa pero, al menos, me justifica un poco, a la hora de confesar que yo también fui víctima de la Fiebre Escarlata, de la Escarlatina, del Efecto Scarlett. Efecto que queda impecable y virósicamente de manifiesto en el reciente videoclip absolutamente protagonizado por la actriz y que dirigió Bennett Miller –responsable de Capote– para la canción “When the Deal Goes Down” de Bob Dylan. Allí, el cantautor canta, pero no aparece sino en una obsesiva mirada subjetiva digna de Humbert Humbert. Allí, Dylan sólo tiene ojos –y no tiene cuerpo–- para mirar a Scarlett sonriendo, leyendo, durmiendo. Sutiles y mínimas alusiones a Woody Guthrie, Buddy Holly y Hank Williams y texturas retro–Súper 8 nos recuerdan de tanto en tanto que lo que estamos viendo y oyendo es un video de Dylan y no un descarado ejercicio de adoración por la pequeña gran rubia. Y está claro que el que Dylan haya sucumbido a su influjo –quiero pensar que Dylan no es tan indiferente con lo que se hace para promocionarlo, cabe suponer que fue Dylan quien escogió a la chica dorada– no basta para justificarnos por el modo en que caímos tan bajo desde tan alto pero, al menos, hace que nos sintamos menos solos, flotando en el viento, en ese viento idiota que agita los cabellos de la blonda de moda.
TRES ¿Y cómo curarse? ¿Cómo despertar del hechizo? La solución es sencilla, pero un tanto drástica, y consiste en exponerse a la radiactiva sobredosis de dos films con Scarlett Johansson en el mismo día.
La primera se titula La Dalia Negra, está basada en una gran novela de James Ellroy y ha sido filmada y firmada por Brian De Palma, probablemente el más grande director de películas malas de toda la historia del cine. Y aquí De Palma alcanza nuevas alturas; porque La Dalia Negra no sólo es incomprensible si no se ha leído recientemente el libro de Ellroy sino que, además, carece del delirio kitsch y de la pulsión absurda que redimía de algún modo a su ya inolvidable Femme Fatale. Y aquí está ella, haciendo de, sí, femme fatale, explotando esa gracia neumática que la relaciona con los pin-ups del Hollywood clásico, contoneándose en faldas ceñidas, fumando en boquilla y, finalmente, luego de tanto esfuerzo, tan sólo consiguiendo (lo mismo va para sus compañeros de reparto, Hillary Swank y Josh Hartnett, en el que posiblemente sea el casting más errado de los últimos tiempos) el mismo efecto de mamarracho que, voluntariamente, buscaba y encontró la alguna vez niña Jodie Foster en Bugsy Malone, aquella farsa de Alan Parker con niños disfrazados de gangsters. Salí de allí tambaleándome, pensando que más sex-appeal tenía el Fidel Castro gimnasta en su reciente “pequeño material fílmico”, y en la sala de al lado daban Scoop, la nueva de Woody Allen y, de lejos, uno de los peores títulos de toda su carrera. Un despropósito con mago, fantasma, asesino, periodista amateur y aristocracia inglesa. Y a esta altura cabe preguntarse si eso de filmar una película al año es cláusula de algún leonino contrato mefistofélico porque, si no, resulta inexplicable que Allen se sienta obligado a presentar algo tan poco necesario, nada inspirado y sin gracia alguna. Y aquí, Scarlett Johansson –quien tan bien había estado como disparador carnal-criminal en Match Point– sucumbe a eso que Allen suele hacerles de tanto en tanto a sus supuestas y rotativas musas. Léase, véase: Allen les calza sombrerito, las viste con ropa bohemia de marca, les pone anteojitos, las hace tartamudear mucho y las presenta como chicas atolondradas, pero encantadoras. Y enseguida queda claro que Johansson no es Diane Keaton y que ni siquiera es Mia Farrow. Y que si de algo carece en absoluto es de gracia y de tempo cómico, al punto que todos los remates de chistes que le tocan a ella producen una y otra vez la incómoda sensación de ser la penúltima línea, la línea que precede a la carcajada que nunca llega porque... corte y a otra cosa. Y especialmente dolorosas son las escenas entre Allen y Johansson en las que el director aparece siempre con un rictus casi doloroso, producto –tal vez– del descubrimiento de haber sido engañado, él también, mientras piensa que ya es demasiado tarde y que quién fuera Dylan: haberse quedado fuera de cámara, mirándola de cerca pero, al mismo tiempo, tan lejos.
CUATRO Y –perdón Winona, disculpas Natalie, no volverá a ocurrir Nicole– cómo fue que sucumbimos, dónde nos engañaron tan pero tan mal y tan pero tan feo. La respuesta es sencilla: fue en Tokio, en una película llamada Lost in Translation. Fue ahí y entonces que todos creímos que queríamos tanto a Scarlett cuando –en realidad, ahora lo comprendemos– lo que tanto y con tanta fuerza en verdad deseábamos era ser Bill Murray.
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