Lun 20.11.2006

CONTRATAPA

La tortura y el nuevo orden orwelliano

› Por Eduardo Subirats*

Se elimina toda clase de rutinas. El prisionero debe someterse a una iluminación artificial uniforme y de baja intensidad. Debe despojarse de su propia vestimenta. Nada ha de recordarle sus coordenadas espaciales y temporales. La exposición a situaciones extremas de calor y frío, de sobreabundancia alimentaria y de hambre, de luz y oscuridad es preferible que su simple debilitamiento corporal a través de golpizas, privación de agua y comida, y quebrantamiento fisiológico general. La desorientación, la pérdida de identidad y la regresión de la víctima a un estado psicótico: éstos son los objetivos de las técnicas de interrogación científica. El suplicio físico con instrumentos mecánicos o eléctricos, la paralización duradera del cuerpo en posiciones corporales que generen un dolor extremo, las contusiones y quemaduras se administran de tal manera que la víctima no pueda encontrar en ellas una última forma de defensa y autoafirmación en su sufrimiento. La inmersión duradera en estanques de agua, con el cuerpo fijado a cilindros que imposibilitan las impresiones externas, cubiertos con máscaras que sólo permiten la respiración e impiden cualquier percepción visual, conducen invariablemente a estados paranoides de pánico, alucinaciones y delirios. Amenazas de un horror vago y desconocido aumentan su tensión e inducen una regresión psíquica aguda. La sugestión y la hipnosis, junto a la administración subrepticia de drogas como la heroína o el sodium pentotal profundizan su descomposición interna. “Cuando su regresión llega lo bastante lejos para que su deseo de resignar comience a prevalecer sobre su resistencia, el interrogador debe ofrecer al interrogado una racionalización que le permita salvar la cara.” El tratado de tortura de la CIA ofrece estas recomendaciones con una conclusión final para sus verdugos: la tortura debe coronarse con la “conversión” de su víctima.

Conocido como el Kubark Manual, este documento de 1963 representa un modelo ideal de dominación posthumana. Su objetivo no es legitimar el sadismo de los verdugos de la Guerra fría en América latina, a la que estaba también destinado. Ni las prácticas criminales en boga que se cometen impunemente en la guerra sucia de Colombia. Ni el espectáculo fascista de Guantánamo. Ni las estrategias genocidas de la guerra de Chechenia. Ni las prácticas de violación de mujeres normalizadas en la guerra política contra manifestaciones civiles pacíficas de México. El clásico tratado de tortura de la CIA es ideal porque se presenta limpiamente como una tecnología destinada a obtener información de sujetos criminales. En su práctica efectiva, estos métodos fungen sin embargo como real sistema de terror y sumisión que comprende a partisanos y guerrilleros, activistas políticos, sindicalistas y ciudadanos corrientes, incluyendo sus familiares e incluyendo niñas y niños. Es ideal porque no señala qué drogas se administran científicamente a los prisioneros de la guerra sucia o de la guerra global, ni los instrumentos de tormento que efectivamente utiliza, ni los procesos de destrucción física y psíquica irreversible que infligen. Y sobre todo es ideal y abstracto porque su lema: “La amenaza de coerción debilita o destruye la resistencia con mayor eficacia que la coerción misma” no se aplica solamente, ni en primer lugar, a individuos, sino a comunidades, pueblos y naciones, y, en definitiva, a la humanidad entera.

La tortura ha sido y es la expresión moral y política de todo orden autoritario. Se basa en la pretensión del estado de disponer absolutamente sobre los cuerpos, la conciencia y la voluntad de sus súbditos, al margen de toda ley, de toda norma social y de todo principio ético. Su pretexto es la obtención de información de aquellas personas declaradas como antagónicas del Estado. Pero la tortura nunca ha significado solamente una estrategia secreta administrada a individuos concretos. El terror que inflige en sus víctimas se ha exhibido siempre, lo mismo en los Autos de la Inquisición que en las imágenes mediáticas de Abu Ghraib, con el objeto de amedrentar a la población dominada, destruir sus vínculos de solidaridad, aniquilar sus normas de vida y someterlas a un poder total. En última instancia la tortura implanta la violencia de un poder que no se detiene ante los límites más íntimos del cuerpo, de los sentimientos y de la conciencia humanos. Su organización institucional, los instrumentos y técnicas a los que recurre, y los múltiples mecanismos de legitimación mediática y jurídica que la sostienen ponen de manifiesto la inhumanidad y destructividad última del sistema de dominación política, militar, económica y mediática que hoy la ampara.

La aprobación por parte del Congreso y el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica de una ley, la Military Commissions Act of 2006, que justifica y propicia la práctica de la tortura, los interrogatorios coercitivos y la detención arbitraria de prisioneros de guerra bajo condiciones de extrema violencia, agrava hoy esta situación. La agrava para el Tercer Mundo en general, a la que esta legislación está destinada, y para América latina en particular. Las políticas neoliberales han destruido sus tejidos sociales, han creado una pobreza masiva, han cancelado brutalmente la posibilidad de integrar auténticas sociedades nacionales en la región. La corrupción política en la que se amparan sus políticas de extorsión, la manipulación mediática de las instituciones políticas, la degradación autoritaria de los sistemas democráticos, y una creciente militarización de los conflictos sociales que esta situación genera se coronan hoy con la legitimación de la tortura.

* Profesor de Teoría de la Cultura en la New York University. Autor, entre otras obras, de El continente vacío y Memoria y exilio.

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