› Por Juan Sasturain
Hay un famoso cuento de gallegos, padre e hijo, que intercambian telegramas. El hijo viaja a América a explorar el panorama en vistas a una radicación futura de la familia. Pasan unos meses y, al no tener noticia alguna, el padre, para orientarse respecto de qué hacer, le envía al hijo un telegrama breve y barato: ¿Vienes o voy? La respuesta del hijo al padre es concisa y segura: Sí. Insiste entonces el gallego mayor, ya desconcertado: ¿Sí qué? La respuesta final del hijo es educadísima: Sí, papá.
De esta maravilla de humor surrealista me acordé hace unos días, cuando disfruté de otro cuentito que encontré –vía Outlook Express– en cierto espacio de conversación española y/o catalana, un círculo cerrado pero amplio, ingenioso y espontáneo que diariamente leo con gusto y en el que raramente escribo, por pudor y pereza. Lo genera y aglutina un amigo al que llamaremos A. M., y el relato lo envió R. P., una dama que escribe bien. Mi versión del relato, supongo, no tendrá ni la gracia ni la eficacia de la versión de ella, pero ahí va en síntesis:
Un viejo árabe musulmán iraquí afincado en Chicago desde hace más de cuarenta años quiere plantar papas en su jardín, pero arar la tierra es un trabajo ya muy pesado para él. Su único hijo, Ahmed, está estudiando en Francia. El viejo le manda un e-mail a su hijo explicándole el problema, pasándole –se supone– tácita factura: Querido Ahmed: me siento mal porque no voy a poder plantar las papas en mi jardín este año. Estoy muy viejo para arar la tierra. Si tú estuvieras aquí, todos mis problemas desaparecerían. Sé que tú levantarías y removerías toda la tierra por mí. Te quiere, Papá.
Pocos días después recibe la respuesta, también vía e-mail, de su hijo: Querido padre: Por todo lo que más quieras, no toques la tierra de ese jardín. Ahí es donde tengo escondido aquello que ya sabes. Te quiere, Ahmed.
Aún no han transcurrido tres horas desde que el viejo recibiera el e-mail de su hijo cuando aparecen la policía local, agentes del FBI, de la CIA, los SWAT, los Rangers, los marines y algún que otro representante del Pentágono, que se ponen a remover toda la tierra del jardín buscando materiales para construir bombas, ántrax, lo que sea. Pero no encuentran nada y se van.
Al día siguiente, el hombre recibe otro mail de su hijo: Querido padre: supongo que en estos momentos la tierra ya estará bien removida y lista para plantar las papas. Mi e-mail anterior, dadas las circunstancias, es lo mejor que pude hacer para ayudarte. Te quiere, Ahmed.
Si me tengo que quedar con alguno de los dos cuentos –los dos son bárbaros– elijo el primero, por surrealista e insuperable, más allá de que su humor resulte para estos tiempos hipócritas absolutamente incorrecto en tanto prejuicioso y discriminador. El otro chiste, sutil y actual como la hipersensibilidad de un cohete teleguiado, se apoya o cultiva otro nefasto preconcepto muy arraigado y estratégicamente fatal para las supuestas buenas causas: suponer y postular la tontería, la torpeza inexplicable de los poderosos opresores de turno, su condición de “brutos” en todos los sentidos. Mejor no cultivar semejante ingenuidad.
Sí es terrible pensar –con adecuado fundamento– que el mundo está en manos, mayoritariamente, de gente sin sentido del humor. Buenos o malos pero sin imaginación, sin capacidad de verse ridículos desde afuera. El humor es lo único que nos suele salvar como personas, como humanidad, digo. Incluso que nos podamos reír del mayor chiste de padres e hijos que se conoce, el de Jehová que –más aburrido que insatisfecho de Su creación y Sus criaturas– le dice al menor del terceto celestial: Andá, bajá a explicarles cómo es lo del Humor, que yo te aguanto. El Hijo oyó mal, oyó “Amor” –había viento entre nubes ese día sin fecha–, y lo que siguió fue un terrible malentendido, una historia de amor trágico, un chiste de humor negro del que no se ríe nadie. Y así estamos.
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