› Por José Pablo Feinmann
Los ejércitos napoleónicos llevaban en sus bayonetas el sueño de la Revolución Francesa. Ese sueño era el de la razón. A partir de 1789, la burguesía francesa destrona y decapita a sus monarcas e instaura el reinado de una razón a la que califica de diosa. Si los reyes eran quienes gobernaban por derecho divino, ahora la que tiene los atributos de la divinidad, pero reemplazándola, es la razón. Nace, así, la Diosa Razón. Ella habrá de ordenar, a su modo, el mundo. El único modo en que la razón puede realizar semejante tarea es el de la racionalidad. Un mundo sin desigualdades, con derechos para todos los hombres, un Estado transparente y democrático basado en un contrato de las voluntades. La expansión de este sueño se encarna en un hombre de ambiciones desmedidas, de estatura escasa y genio de estadista y de guerrero. En 1810, las tropas de este hombre, que es Napoleón Bonaparte, habían hecho prisionero al monarca español Fernando VII y encadenaban las tierras de España. Esto produjo varios acontecimientos; no fue el menor el de las revoluciones sudamericanas, iniciadas por la nuestra, la de Moreno y Castelli. Pero el más cruel fue el de los fusilamientos ordenados por los generales de Napoleón contra los sedicentes españoles, o los aterrados civiles o los soldados sin jefatura. En esa tierra caliente la sangre corrió impune. Alguien, un pintor y grabador español, que habría de fallecer en Burdeos en 1824, pintaría esos horrores. Me refiero, claro, a los grabados de los desastres de la guerra y a un cuadro célebre que, torpemente, intentaré describir. Hay, en el centro de la imagen, un hombre con una camisa blanca, tiene los ojos muy abiertos, ha elevado sus brazos y está frente a un pelotón de fusilamiento. Lo rodean otras figuras, otros hombres y mujeres que serán también fusilados, que no tienen su mismo protagonismo, que están a su sombra, agazapados algunos. Los franceses que harán fuego forman un grupo compacto, no les vemos las caras, de esas caras parecieran brotar los fusiles que apuntan a las inminentes víctimas, a los inminentes cadáveres. El hombre de la camisa blanca está arrodillado. Sin embargo, es tan alto como los soldados, algo que nos obliga a pensar que, si se irguiera, sería más alto que ellos. No habrá de erguirse. No va a pelear; sabe que será inútil. Sólo pide clemencia. Al margen de este cuadro –cuya belleza trágica produce pasmo, horror–, Goya hizo una serie de grabados a los que llamó Los desastres de la guerra. Son escenas también desgarradoras. Esos grabados se han hecho contra las guerras, contra sus vejaciones, aunque su autor sabe que no habrán de impedirlas. Luego de una enfermedad que contrajo en Cádiz, en 1792, Goya había emergido casi sordo de esa desgracia y ella, como suele ocurrir, agrió su carácter, su visión de la vida, la cual se vio confirmada por los horrores de los ejércitos napoleónicos en su tierra española. Habría entonces de escribir una frase que atravesó las décadas: “El sueño de la razón engendra monstruos”. Qué duda cabe: el sueño de la razón que soñó la Revolución Francesa y la liberación de los hombres, la igualdad, la fraternidad, había producido los monstruosos soldados que fusilaban a los despavoridos españoles. Goya había hecho su aporte a toda una corriente de la filosofía que ve en la razón el extravío de la historia humana. Algo así se cree cuando se comprueba que la historia humana podrá ser cualquier cosa, pero no es racional. Algo así se cree cuando las guerras no dejan de sucederse y llevan, por fin, hacia los horrores del siglo XX, los campos de exterminio (racionalmente organizados), la tortura (racionalmente aplicada) y la desaparición de personas (racionalmente planeada).
En 1936, Picasso, a quien se suele considerar el más grande creador artístico del siglo XX, pintó otro cuadro sobre la guerra, basándose en Goya. No habrá, en rigor, ningún artista que, luego de Goya, no recurra a él al elegir la guerra y sus horrores como tema de su pintura. Desde el expresionismo hasta el pop, la guerra, en arte, remite a Goya. Picasso se basa en el bombardeo a una ciudad abierta, la de Guernica, por la Legión Cóndor, de la Luthwaffe alemana. Picasso pintó su cuadro con figuras deformes, bocas que se abren clamando, ojos que miran al cielo, manos que se elevan posiblemente pidiendo clemencia, lo que siempre piden las víctimas antes del sacrificio. Hay una historia sobre el pintor y su cuadro. Habrían ido a arrestarlo soldados franquistas y le habrían preguntado si él había hecho eso: el Guernica. “Lo hicieron ustedes”, respondió Picasso. Fue miembro del Partido Comunista francés circa 1958. Y le dieron el Premio Lenin de la Paz en 1962. El más grande creador plástico del siglo XX fue stalinista. ¿Sabemos por qué hizo suyas esas opciones? Conjeturo que la vieja Unión Soviética, mal, pero muy mal, era, al menos, una resistencia contra la voracidad del libre mercado de Milton Friedman, transparente héroe de las democracias occidentales, recientemente fallecido. Tema que, aquí, queda tal como está, es decir, sólo enunciado, ya que será otra la oportunidad de abordarlo.
Supongo (no quiero ser pesimista) que surgirán talentos de la estatura de Goya y Picasso. Aunque acaso lo dude. De lo que no dudo es que las guerras no cesarán. Seguirán incluso hasta el día en que no quede nadie, ni siquiera un mediocre retratista de familias al sol en día domingo, para pintarlas. ¿Quién pintará la guerra de Irak? ¿Quién pintará los espantos de la prisión de Abu Ghraib. ¿Quién pintará a los sunnitas que se dirigían a su Dios en una mezquita, en Irak, y llegaron milicianos chiítas y los arrastraron afuera y los quemaron vivos? ¿Quién pintará las caras entre crispadas y hartas de los que leen esas noticias o notas como ésta y dicen o piensan por qué no la terminan con estos temas, no tienen otras cosas de qué hablar? ¿Quién pintará –porque alguien tiene que hacerlo– al “asesino de escritorio” (el concepto es de Theodor Adorno) Donald Rumsfeld cuando ordenó las torturas en Irak? ¿Quién pintará a ese hombre desnudo, en Abu Ghraib, encogido, con las piernas apretadas, los brazos tras la nuca, gritando, pidiendo, otra vez y porque está en el bando perdedor y sin retorno de las víctimas, clemencia?
Sigo dudando acerca de lo que estos hechos podrían generar en el campo del arte. Todo se ha deteriorado. El fusilado de la pintura de Goya abría sus ojos, alzaba sus brazos, de su boca brotaba un grito o una palabra final. Ayer o pocos días atrás, vi, por la TV, a un periodista decirle a un marine que quería tomar la foto de un muerto. El marine señaló hacia el piso, un asfalto caliente, sucio. El periodista estaba casi parado sobre su muerto, que era una mancha en ese piso inmundo. Una mancha negra, roja y líquida. De los muertos de estas guerras cada vez resta menos. No quedan sus cuerpos ni quien pueda recordarlos, llorarlos. El hombre sigue siendo el lobo del hombre. Pero con más medios de destrucción. Freud decía que el hombre es un “dios con prótesis”. Un dios que se construye todo tipo de apéndices para prolongar sus poderes. De esos apéndices, los más costosos y los más letales son los destinados a la guerra, al estridente arte de asesinar. Esos apéndices, a su vez, se han transformado en un negocio formidable, en una industria incesante. De aquí que las guerras continúen. Si el petróleo no existiera, la industria de armamentos lo inventaría. Frase que tomé de un ensayo de Sartre: “Si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría”. Es cierto. Y si el judío y el árabe no existieran, el judío inventaría al árabe y el árabe al judío. El porvenir de la humanidad sigue siendo la guerra. Pero sin Goya. Sin Picasso.
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