› Por David Viñas
Cómo se reía de los mitos más canonizados en su país, encarnizándose en particular con el museo dedicado al benemérito Andersen; las historias del Patito feo y otros cuentos presuntamente destinados a los niños le parecían obscenos y feroces, y la noche en que se enteró que la habían decapitado a la estatua de la Sirenita aludió a María Antonieta:
“Si empezamos ajusticiando a las reinas –escribió un grafito en varias paredes de Odense–, la monarquía danesa ha llegado a su final”.
Al salir de una de mis clases (en esa universidad parecida a un aeropuerto), me propuso “expropiar” –así decía Ilse– el par de hormas de madera que Andersen destinaba a sus zapatos; eran como dos enormes canoas depositadas en una vitrina entre el prolijo manuscrito de Ahasverus, una dentadura postiza y dos retratos, de frente y de perfil, dedicados por Bismarck.
–Ilse –me inquieté–, ¿por qué me eligió a mí para semejante aventura?
Ella sacudió despectivamente su melena pelirroja:
–¿Usted no nos dijo que odia a los dictadores?
–Sí, sí: pero en mi país.
–Los dictadores son internacionales, profe –me contestó dedicándome una de sus sonrisas más intimidatorias–, como la ley de la caída de los cuerpos o el meridiano de Greenwich, señor profesor.
–Ilse, Ilse –fui reculando–; pero Andersen era un hombre manso. Un buen vecino.
–¡Un tirano en Dinamarca! –Ilse, nacida en Arhus y pecosa, empezó a mezclar palabras danesas con un castellano que le torcía los labios–. Desde que nacimos, cuando tomamos la teta y hasta el jardín de infantes, nos llenan la cabeza con ese Hans Christian. Entérese. Qué leyendas populares ni qué...
Ilse se golpeó la frente con los nudillos. Copenhague, los daneses susurran Tag cuando quieren agradecer algo, la carpeta con los apuntes de Ilse fue a parar debajo de un escritorio. Se me ocurrió pensar que el danés no era un idioma sino una enfermedad de la garganta; también recordé –fugazmente– que Ilse se burlaba de las cortinas acorazonadas que cubrían a medias todas las ventanas de Odense.
–El Sur es Andalucía –había declarado impávidamente otra de las alumnas; una clase dedicada a Borges en medio de la neblina que borroneaba los pasillos y las aulas de la planta baja. El autor de El Aleph nunca usó hormas de madera en sus zapatos. “Qué hacía yo en Dinamarca”. Ilse la había encarado a su compatriota, y habló largamente en su idioma de la Plaza Constitución y de la calle Rivadavia, de Evaristo Carriego y de Pinochet, dictador de Buenos Aires.
–Lauchas cubiertas de harina– sentenciaba Ilse; aparecía el sol sobre las diez de la mañana. “Pónese dos horas p.m.” Y los habitantes de la ciudad de Odín se desnudaban tirándose entre los canteros del parque central, bailaban en cueros haciendo rondas alrededor del ayuntamiento, frotándose recíprocamente el pecho y los hombros con un jugo pegajoso mientras se escondían detrás de sus anteojos negros. –Lauchas descoloridas –me los iba señalando Ilse–; en los últimos años todos se han convertido en propietarios de las aldeas de piedra. Y recitaba mordiéndose las uñas: –Málaga y Valencia, y por los barrios en Jaén y en Almería y en Alicante. Donde ya no quedan gitanos.
Cautelosamente me resolví a invitarla a la única pizzería italiana; distribuí besos a los empleados “compañeros” o parientes eventuales, inverficables en Civitavecchia o por Lomas de Zamora; o pedí, fingiéndome cierto personaje de Moravia, juntando elocuentemente la punta de los dedos, ñoquis o capeletis o, quizá, una lasagna suculenta.
–Comida morena –se entusiasmó Ilse dejándose embadurnar con salsa los labios a medida que se arremangaba hasta los codos–. Comida infernal.
Entre estrategias de acercamiento cosmopolita (ella además se quejaba por las servilletas de papel que los dueños de la tratoría esparcían subrayando el diminuto escudo danés), Ilse, digo, no se dejaba seducir por mis instrucciones para bailar tango: “Sacudiendo mucho las caderas, Ilse; imíteme como si yo fuera Tito Lusiardo”. Palmeras, mulatas, playas sombrías de la Costanera. “O si prefiere, Ilse, igual a Arturo de Córdova”. Los argentinos somos muy capaces de echarle agua al vino o de cortar los tallarines con cuchillo, pero ni con el tango ni con el mate toleramos componendas.
–A ver ese compás, Ilse.
“Resultar ridículo –digamos– en el exterior se convierte en una ventaja en tanto se puede justificar con el liso exotismo de no ser de allí.”
–Déjese llevar, Ilse, no me maltrate como a los daneses. Realmente soy un buen vecino. Déjese llevar –le cuchicheaba manteniendo las distancias y los tiempos pertinentes– Ilse, que el tango argentino también es universal.
Ella no terminaba de concederme: “¿Le gustaría conocer Buenos Aires? No se lo pierda”. Los porteños. Quiénes. Los habitantes de Buenos Aires. Ilse me rogó que volviéramos a la mesa. Los apátridas de la tratoría nos contemplaban socarrones. “El cocoliche, qué duda, es la secuencia mayor de los postulados inmigratorios de Juan Bautista Alberdi.” Los canelones, ay, se habían enfriado; Ilse hundió un dedo en la salsa blanca. “Helados”, se frunció. Pero se recompuso y me fue contando los botones del chaleco:
–¿Usted leyó “Diario de un seductor”?
–Años hace.
–¿Sabe lo que quiere decir Kierkegaard?
–No.
–Es lo único bueno que tenemos; iglesia y jardín: cementerio, argentino. Anótelo en su agenda.
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