Mié 27.12.2006

CONTRATAPA

Orfandades

› Por Sandra Russo

El huérfano en mi infancia era un personaje de Dickens, alguien de otro siglo. Un niño o niña como yo, pero despeinados, vestidos con el tweed roído de un abrigo que no alcanzaba nunca para quitarles el frío. Estaban solos en las calles, o eran rehenes de algún maldito. Tomaban sopas inmundas y soportaban todo tipo de humillaciones. El huérfano era un personaje literario, aunque me acuerdo de Wolf, un compañero de la primaria. No tenía madre. Se había muerto cuando él era muy chico. Todos lo sabíamos pero no se hablaba de eso. Wolf era más bien introvertido, raro, nerd, pero aun así todos le dedicábamos un poco más de la cordialidad que hubiese merecido teniendo madre.

Cuando uno atraviesa muchos años después el golpe de ser huérfano en serio, no entiende lo que pasa. Primero no lo entiende. Hay que procesar la información y esperar a que surja alguna explicación razonable a esta ley de la vida para la que uno jamás está preparado.

Verlos envejecer. Verlos volverse más pequeños. Verlos vacilar, olvidar, recordar. Se vacila, se olvida y se recuerda de una forma distinta cuando llega la vejez. Todos ellos, nuestros padres, están un poco locos. La vejez, ¿será una forma de locura o libertad? Uno los escucha decir cosas que años atrás no hubiesen dicho nunca. Uno los ve exagerarse a sí mismos, ser ellos mismos pero mucho más, los ve concentrarse como esponjas de personalidades que de pronto sueltan todo lo que contienen. Eso altera.

Y altera saber que los estamos acompañando. En ese camino que va en una sola dirección. Qué tema para las fiestas, ¿no? De ninguna manera: son estos temas, estos laberintos, los que afloran en estos días, bañados por esa tontina del shopping y la ilusión.

La ilusión es propiedad privada de los niños. Son ellos los únicos que son enteramente capaces de tenerla. Precisamente, porque como yo cuando era niña, creen que la orfandad es lo que le pasa a ese personaje de Dickens que tiembla porque está durmiendo en la calle y acaba de llover, y su abrigo de tweed roído se ha mojado, y entonces ni siquiera su vestuario de huérfano le sirve: un huérfano es alguien sin aliados.

Los padres, en forma real o fantasmática, son quienes nos han presentado el mundo. Nos recibieron y nos dijeron ¿ves? Esto está muy bien, esto está muy mal, esto no lo harás jamás, esto no puede dejar de hacerse. Nuestra propia vida fue un largo intento de separar sus palabras de nuestras emociones y nuestros sentimientos. Los hemos amado y los hemos odiado, como corresponde. Pero han sido el parámetro invisible que marcaba nuestra estatura.

Cuando se dice que en estas fiestas uno se acuerda de los que no están, no necesariamente, pero en muchos casos los que no están, o no estarán, o no se sabe si volverán a estar, son los padres.

Y esto que pasa tanto y que le pasa a tanta gente mayor de cuarenta años, no se habla. No se habla en los medios de comunicación, no se habla entre amigos, no se habla con los padres. Y me pregunto si uno no llegaría más entero a esta instancia si este pasaje vital cobrara cuerpo, se compartiera, se visibilizara. Me pregunto si no nos ayudaríamos más, padres e hijos, hablando sobre el dolor, el fastidio, la rabia, la desesperación, la garúa de tristeza que ocasiona estar a cargo de los padres.

Y permitiría también que circule la certeza de que uno puede sobreponerse, y puede cosas que no sabe que puede.

Ese personaje de Dickens un día fui yo. No tengo el abrigo de tweed gastado, pero la orfandad me llevó directamente a la pregunta central de David Copperfield: “¿Seré yo el protagonista de mi propia historia, o le estará reservado a algún otro ese destino?”.

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