CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA
› Por Juan Sasturain
Se lo digo yo, que conozco esto como la palma de la mano: si se quiere encontrar, si es por encontrar, lo mejor es la playa. Hay quienes encuentran incluso un laburo, como me pasó a mí, que no es poco. Y hay quienes encuentran un amor, como se dice, o cualquier otra cosa. En serio: hay mucha leyenda sobre todo lo que se puede encontrar en la playa. Y no me refiero a la pajería de los caracolitos, que son cosas que están ahí desde siempre para que las junten los pibes y los recién casados, o la huevada de las maderas trabajadas por el mar que algunos chantas venden como esculturas o ceniceros de cuarta. La verdad, son berretadas, pelotudeces como todas las cosas que se juntan, no las que se encuentran. Porque es distinto: cualquiera junta de lo que hay, pero sólo algunos encuentran lo perdido. Donde pierden los boludos siempre hay un vivo que gana.
Hoy en día hay tipos que durante la temporada se hacen mucho más que la diaria, viven como bacanes con el simple recurso de rastrillar metro a metro la arena entre las carpas –sobre todo entre las carpas– a la tardecita, cuando se van los últimos y obstinados vespertinos. Levantan de todo. Y no precisamente moldecitos y encendedores de plástico. Hay mafias que manejan el rejunte, toda una organización de pesados que son capaces de cualquier cosa: si uno se agacha a buscar algo fuera de hora no sólo te bajan los dientes sino también los lienzos; y te rompen el culo.
Pero antes era todo más artesanal, un negocio más chico o más discreto. En este asunto siempre han sido clave los tipos de los cuchitriles de enfrente del Casino, que con una balancita y una lupa despluman a la gilada, los que salen a última hora malheridos de la Casa de Piedra a buscar refuerzos y caen a empeñar o a vender contra reloj lo que sea por lo que sea. Caranchos parados en el alambre son esos tipos que viven de los ahorcados. Pero no sólo: también reducen de algún afano o lo que les traen de la playa. Aunque nunca se sabe de dónde vienen las cosas; porque hay que ver quién miente.
Hay anécdotas de gente, de familias, que han salido a dar una vuelta por la costa de noche y que al pasar frente a uno de estos negocios han visto un prendedor, una gargantilla, un anillo que les habían afanado esa misma tarde de arrebato en la peatonal. Pero andá a probarlo. Si los aprietan los tipos no hablan ni aunque les metas los huevos en una morsa. Dicen que se lo trajo gente que dijo que lo encontró en la playa y listo. Me dirán quién carajo va a ir a la playa con una gargantilla de oro... Pero bueno. También puede no ser afanado sino que alguien lo empeñó y se calla por vergüenza, lo da por perdido. No va a ser la primera vez.
En la vieja Mar del Plata de comienzos de los cincuenta, la mosca y las cosas de valor de las playas del centro las recogían históricamente los rayitas. Los rayitas eran una bandada de pibes, de tres a cinco hermanitos o agregados hechos al oficio del rastreo, una especie de brigada limpiafondos de superficie que hacia el atardecer rastrillaba las playas desde el Torreón a la Popular en tiempo record y descargaba disciplinadamente para y sólo para el insondable Klondike, el tío reducidor, equívoco linyera de bolsa al hombro y perro feroz que los esperaba al pie del Lobo derecho. Recibía, compensaba en el acto –llevaba los billetes intercalados entre las hojas de un rollo de papel higiénico–- y decía hasta mañana.
Sin embargo ya para entonces, para la época que le digo, los rayitas no eran los originales sino sus irregulares sucesores y el Klondike un viejo que había reemplazado la rutina de la guardia diaria por una burocrática recorrida semanal por las casillas: tres o cuatro bañeros históricos operaban como agentes de recolección y le rendían cuentas los lunes antes del mediodía. Los términos de las transacciones se habían mantenido a lo largo de los años: los rayitas se llevaban las monedas de la diaria y el Klondike recogía el oro y la plata –cadenas, anillos, algún aro, pulseritas– e incluso alguna carucita, alguna Spika con pilas sulfatadas y salpicaduras de mar, de manos de los bañeros. El viejo hacía en el momento un cálculo al confiable ojímetro, adelantaba un diego con planchados billetes extraídos del rollo de higienol y partía. Al lunes siguiente –nunca más tarde, nunca antes– ajustaba la liquidación, recogía la nueva cosecha y aflojaba el rollo. La rutina era la de siempre: recibía, compensaba y –ahora– decía hasta el lunes.
Yo era un pendejo y tardé en entender cómo funcionaba el negocio, cuál era la lógica que lo sostenía sin desbandes ni fisuras. Un bañero veterano me lo dijo:
–El Klondike, ahí donde lo ves, es un pesado.
Y me contó lo que le habían contado, la leyenda de sangre que aguantaba desde siempre ominosamente el andamiaje.
El Klondike había empezado juntando él en épocas de juventud y cirujeo salvaje pero enseguida vio la debilidad del trabajo a pulso personal, obligado a la indeseable competencia. Así que a trompadas y palazos consolidó su hueco –entregó La Perla, compartió Punta Iglesia, se quedó con el resto– y una vez marcado el territorio amplió la empresa familiar con los rayitas, que siempre le dijeron tío. Hasta que un pobre diablo, un descuidista de los barcitos se le cruzó (o quiso), tentó a algunos de los pibes y le refaló un par de relojes.
Fue todo muy rápido: el Klondike cazó al infeliz, le cortó un dedo y usándolo de lápiz escribió en la base del Lobo –hay quien dice que delante de los rayitas con los ojos así–: “Klondike paga más”. Santo remedio. Desde entonces todo el negocio fue de él.
–Pero sigue siendo un linyera –dije yo, como un nabo.
–Mirale las manos.
Blancas, pálidas, sin marcas, las manos del Klondike no eran las de un marginal que viviese y trajinara a la intemperie. La versión más obvia de su leyenda lo hacía, simultánea o alternativamente, dueño de un chalet en Los Troncos, propietario de los alfajores Gran Casino o de una increíble mina de oro de temporada: la flotilla de vehículos paseadores de pibes –chasis de camión carrozados y pintados como El Pato, El Conejo y La Ballena– que daba vueltas por la costa con la regularidad y la eficiencia del goteo de monedas de una calesita. El Klondike se llevaba diariamente el jugoso fruto de esos transportes.
Pero había otra versión, mucho más bella y novelesca. Jugador y perdedor dostoievskiano, el Klondike vivía cada semana los reveses de fortuna que a otros, los demás, les llevan años, décadas, acaso toda una vida. Arrancaba en el Casino cada lunes bien tarde con el dinero fresco del brillante empeño semanal; recién afeitado y compuesto, de terno impecable y olorosos Chesterfield de contrabando, se sentaba a la mesa –siempre la misma– de punto y banca y durante una, dos, tres, las noches necesarias, apostaba hasta volver a quedar seco de toda sequedad, conseguía llegar al fin de semana una vez recuperada laboriosamente la barba crecida y la indigencia para poder volver a empezar.
La leyenda hacía agua por todos lados pero tenía la sabia redondez de una comedia de Frank Capra.
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