› Por Sandra Russo
El otro día, Roxana Kreimer, filósofa y mi amiga, dijo que una virtud es un punto medio entre dos defectos. La valentía, dijo, por ejemplo, es el punto medio entre la cobardía y la temeridad. Nunca lo había pensado así. Uno digiere la palabra virtud como si ella recubriera un punto máximo de algo.
Me acordé de mi primer análisis. Fue con un lacaniano maníaco. El tipo me intimidaba tanto que casi no podía hablarle de mí. Tratándose de un analista, estaba en problemas. Pero el lacaniano maníaco era talentoso y me dijo un puñado de cosas que quedaron grabadas en mi memoria hasta que unos veinte años más tarde las descifré.
“¿Por qué se viste como una militante?”, me preguntó en plena dictadura. Yo no había militado. Y tampoco me había fijado en cómo me vestía. El se refería a que invariablemente lo visitaba con jeans grandes y pulóveres largos, con abrigos dos talles pasados del conveniente, sin pintura en la cara y despeinada. Me pareció una pelotudez.
Otro día se hizo un silencio incómodo. Y yo empecé a hablarle de Jesús. Así, sin darme cuenta. Le hablaba de la bondad de Jesús, porque a mí eso me intrigaba. ¿Jesús sabía que era bueno? ¿Cómo se hace para saber que se es bueno sin ser soberbio? ¿Cómo hace alguien para ser el mejor sin que esa misma conciencia lo corrompa?
El lacaniano no me contestó nada. La sesión consistió en mis preguntas y un saludo de despedida más bien seco, que me dio sobreactuadamente distante.
Una vez, siempre impedida de hablarle de mí porque él me seguía dando miedo, le hablé del libro que estaba leyendo, Mujeres enamoradas, de D. H. Lawrence. Le conté una frase que había leído la noche anterior. Decía que las mujeres somos como los caballos, que tenemos voluntad doble: la propia y la del amo. Era a raíz de una escena formidable, cuando el muchacho rico que interpretaba Oliver Reed en la película de Ken Russell tira de las riendas de su caballo para obligarlo a cruzar las vías y está por venir un tren. Se veía el debate en el carácter del caballo. O mejor dicho, su instinto dual. El lacaniano se interesó y tomó nota de la frase y del libro. Fue la única vez que me fui de buen humor de ese consultorio.
Bien. Muchos años después descifré que yo me vestía como una militante y me inquietaba la bondad de Jesús porque estábamos en la época en la que los que nos permitimos enterarnos de todo lo que pasaba, vivíamos con náuseas. Yo me preguntaba por esos jóvenes apenas mayores que yo que no estaban, que habían dejado de ir hacía un año o seis meses a sus casas. Los que no habían ido más a las clases de la facultad. Y sentía una reverencia fuerte, indomable. Estaba convencida de que ninguno de los mejores había quedado. Y al mismo tiempo, me parecía injusto conmigo. Mi destino personal estaba siendo invadido por un destino colectivo. Y habíamos sido condenados a la media marcha, al promedio, a la prudencia, a la tibieza, a un universo poco heroico.
La frase de Lawrence también la descifré, pero me iría por las ramas sobre las que me tienta treparme. Vuelvo a la frase que me regaló Roxana Kreimer, y a esa noción de que una virtud exige, vaya, una medida. Es bueno tenerlo en cuenta ahora que los que murieron tienen entre los vivos a quienes virtuosamente los han recordado, los han honrado y han llegado a la justicia.
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