Dom 28.01.2007

CONTRATAPA

Afuera y adentro

› Por Juan Gelman

Se los ve en películas de acción, series de TV, casetes, CD y minijuegos electrónicos para niños: son los hombres de Armas y Tácticas Especiales (SWAT, por sus siglas en inglés), la policía paramilitar de EE.UU. Suman 17.000 en todo el país y usan ametralladoras de técnica avanzada, con linterna y mira de rayos infrarrojos que puede medir la distancia al blanco. Cuentan con helicópteros Blackhawk, bazookas, explosivos, granadas de gas y de las otras, vehículos blindados y más bellezas de los arsenales militares. En algún film aparecen jefes corruptos, pero en general se muestra a efectivos valientes, rudos, bien entrenados, que saben matar y asaltar como huracán bancos, edificios o instalaciones de todo tipo donde hay terroristas, rehenes en manos de asaltantes, mafiosos escondidos, barones de la droga. Ejercen el Bien y garantizan la seguridad interior de una sociedad que el crimen azota. En fin, buenos muchachos.

Los medios estadounidenses no registran operativos antiterroristas de las SWAT desde l969, año en que se enfrentaron a tiros con un grupo de Black Panthers que finalmente se rindieron. Tampoco –salvo muy contadas excepciones– informan sobre la tarea cotidiana de esos escuadrones y, en cambio, dedican horas y páginas enteras a las operaciones que las unidades especiales de las fuerzas armadas –similares a las SWAT– llevan a cabo en Irak. Hay razones para ello, aunque estos policías especiales realizan más de 100 allanamientos de hogares norteamericanos cada día, unos 40.000 anuales en todo el territorio de EE.UU.: del 75 al 80 por ciento de tales incursiones tienen por objeto aplicar órdenes de arresto o entregar citaciones judiciales de rutina a quienes consumen drogas y/o son pequeños dealers que en nada se parecen a Osama bin Laden ni tienen que ver con Al Qaida. La situación fue investigada por el periodista de FoxNews y politólogo Radley Balco y asentada en “Overkill: The Rise of Paramilitary Police Raids in America” (Cato Institute, Washington, www.cato.org, 17-7-06). Las 100 páginas del estudio son estremecedoras.

Los escuadrones de la SWAT suelen irrumpir de noche en domicilios equivocados. El dueño de casa despierta al son de las granadas de estruendo y cuando trata de defenderse creyendo que han entrado criminales peligrosos es abatido a balazos. No pocas muertes de ciudadanos inocentes tienen ese origen. Balco detalla 135 casos trágicos de la misma naturaleza. Un par de incentivos alienta semejante brutalidad. El primero: el programa Byrne Justice Assistant Grant otorga fondos federales a los estados para el combate contra el consumo de drogas y Balco explica que los gobernadores “distribuyen el dinero entre las policías locales con base en el número de arrestos de drogadictos” que han logrado. El otro: las SWAT pagan a soplones interesados en recibir dinero o, siendo ellos mismos drogadictos, en que se les retiren los cargos que sobre ellos pesan y/o que se reduzcan sus condenas.

Hay quienes viven de esta clase de soplido y sus informaciones son inciertas: crean sospechosos vendiéndoles una pequeña cantidad de marihuana y pasando luego el dato a la policía. Balco señala que “se lleva a cabo un número aplastante de allanamientos equivocados porque la policía actúa conforme a informaciones de estos confidentes”. En la ciudad de Raleigh-Durham, Carolina del Norte, los snitches, como se los llama, han motivado el 87 por ciento de los allanamientos por tenencia de drogas. Muchos de esos informantes son dealers que así evitan ser arrestados y que, de paso, se sacan de encima a la competencia.

El estudio proporciona numerosos ejemplos de allanamientos equivocados de los agentes de las SWAT que, armados hasta los dientes y en uniforme militar, aterrorizan a las personas, provocan innecesariamente a drogadictos no violentos o que han cometido delitos menores, y causan decenas de muertos y heridos, no sólo de quienes consumen drogas: también de policías, niños, presentes circunstanciales y sospechosos inocentes. Este es sólo un aspecto de la creciente militarización que padece la sociedad civil estadounidense en los últimos 25 años y en particular desde los atentados del 11/9 y la invasión y ocupación de Irak y Afganistán. Pareciera que G. W. Bush vive en estado de guerra contra todos los pueblos del mundo, incluido el suyo.

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