Lun 12.02.2007

CONTRATAPA  › ESCRITOS EN LA ARENA

La novia de Roberto Yanés

› Por Juan Sasturain

En las apócrifas memorias nunca escritas de los bañeros de las playas del centro marplatense, entre hazañas más o menos verídicas de salvamentos y otras heroicidades, hay auténticos pasos de comedia que parecen extraídos de la más berreta de las revistas veraniegas. Entre otras leyendas figura la historia de la pérdida y recuperación del corpiño de un dos piezas, también recordada como “Lo que pasó con la novia de Roberto Yanés”.

Todo empezó cuando a las pocas semanas de trabajar en la Popular, el joven Falucho volvió de la recorrida del atardecer por la escollera con el corpiño de una malla de dos piezas, a lunares:

–Lo encontré en un hueco entre dos piedras.

–Eso no se pierde, se deja –dijo el veterano Noriega–. Cuando aparezca la atorranta decile que te traiga el par. Colgalo ahí.

Como en un colectivo, la casilla tenía junto al espejo su ristra de objetos perdidos, la fila de zapatillas infantiles, una ojota con flor amarilla, un par de visores como los de El Eternauta, una pata de rana negra, una novela de Cronin con la tapa suelta, un jarrito de mate verde cachado y tres bombillas. Todas boludeces. Claro que lo del corpiño era raro, aunque Noriega lo tratara con naturalidad.

–No va a aparecer –dijo el pibe.

–Ya vas a ver.

La atorranta de la escollera prevista por el veterano, una rubia muy transitada, vino a buscar la extraviada pieza a lunares apenas dos o tres días después y no cayó al voleo sino un viernes estratégicamente tarde, cuando el joven músico de Los Cocoteros estaba solo y ya se iba para su segundo laburo en la Confitería París. No quedaba nadie en la Popular y Falucho acababa de estibar las últimas sillas.

Previo toquecito en la puerta de la casilla, la rubia se apoyó y dijo:

–Eso que está ahí es mío.

Falucho la reconoció. Tras un mes de laburo y relojeo la tenía vagamente apuntada pero sólo para la supuesta ganchera. El pendejísimo morocho ya se creía sabio o al menos rápido en cuestión de minas, así que se hizo el gil y sin palabras le alcanzó la contigua ojota de la flor amarilla.

–No, lo de al lado –corrigió la atorranta. Y se rió, carcajeó con premolar de oro.

Ahora sí el pibe agarró el corpiño pero no se lo dio, lo retuvo un momento.

–Me lo saqué para quemarme parejo, por mi trabajo. Y en la escollera... –-la mina hizo el gesto de lo que el viento se llevó–. Después me daba vergüenza.

Mientras Scarlett explicaba lo inexplicable Falucho le miró las raíces oscuras de la melena salada, la catalogó como negra natural y se entró a calentar.

–Me tiene que traer el par, la otra pieza –se acordó de decir–. Así hacemos con las zapatillas, porque si no, cualquiera se lleva las cosas con reclamar nomás.

–Pero quién va a venir a reclamar.

–No crea: ya vinieron tres. Como no tenían el par se los hice probar.

–Y.

–Grande. Les quedaba grande.

Y ahí lo extendió como si lo colgara frente a ella, entre índice y pulgar de cada mano. Se suponían unas tetas considerables.

–No tengo el par.

–¿Se le voló también?

Ella agitó la melena y volvió a reírse mirando para arriba. Falucho vio que no tenía oro del otro lado de la boca sino un agujero negro. A mina regalada no se le miran los dientes decía el Payo Cequeira. Pero al bañerito se le retiraron o confundieron las ganas.

–¿Me lo pruebo? –amagó ella con el primer botoncito de la blusa floreada–. ¿Querés ver?

El ni advirtió el tuteo pero negó, le alcanzó el corpiño.

–Cámbiese tranquila –salió de la casilla y cerró la puerta.

Cuando Gladys apareció con el dos piezas a lunares justo –tenía muchísima más cara de Marta, de Norma o de Graciela, incluso de Ramona, pero dijo Gladys al prestarle una mano algo ajada y tardía– el diálogo siguió desde otro lugar:

–¿Cómo te puedo agradecer, nene? ¿Qué te gusta?

–Los alfajores.

–¿Cuántos años tenés?

Falucho le dijo tres más. Hubo una pausa.

–¿Y usted?

Gladys le dijo ocho menos.

–Me tengo que ir –dijo él.

La atorranta supo cómo sacarle a Falucho el dato de la París.

–Toco y canto un poco ahí. Música tropical.

–A mí también me gusta la música: bailo –y enseguida, sin transición e inolvidable–: Fui la novia de Roberto Yanés.

–Ah.

Gladys contó que era tucumana y lo había conocido a Roberto cuando él estuvo allá, dijo que intimaron y que él le dedicó “Escríbeme”. Ella viajó un par de veces para encontrarse con él en Buenos Aires, pero después se distanciaron por las giras y el tipo de vida que llevaba él, los compromisos. Que ahora eran buenos amigos, y que ella había empezado a bailar y estaba haciendo la temporada en un local de la zona de la Terminal y que eran muy exigentes con las marcas de sol.

–¿Se saca todo?

Gladys no contestó pero le aclaró que la espalda tenía que dar parejo. Eso fue exactamente lo que dijo: dar parejo.

–La voy a ir a ver.

Ella dijo que no lo iban a dejar entrar. Pero que podía hacer algo.

–¿Cuánto me puede costar? ¿Una caja de Havanna?

–No como alfajores –dijo ella y se detuvo.

–¿Qué come?

Gladys tampoco esta vez dijo nada pero le echó una mínima mirada bajo el cinturón.

–Estoy a régimen. Como sólo una cosa.

A partir de ese día cada tanto Falucho iba a comer con Gladys. A veces ella iba a la París; a veces –menos veces–, él pasaba por El Purgatorio, el boliche de la Terminal.

El problema fue que después de ese episodio al negrito todas lo querían probar. Y lo habitual era buscarle conversación sobre el estado del mar, pedirle una reposera, fuego o permiso para calentar el agua para el mate. Las más audaces optaban por ahogarse.

Hubo al verano siguiente una mina, recordada después como La Ahogada, que tuvo que sacarla tres veces en el mismo fin de semana. Decía Falucho que cuando al fin se encamaron todavía le salía agua por la nariz durante las sacudidas. Pero no hay por qué creerle. Se sabe que los bañeros exageran.

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