› Por Pablo Feldman
Desde La Habana
La luna brillaba sobre el mar y, desde la Fortaleza que interrumpe el Malecón, se adivinaba el parpadeo de las luces de otra ciudad que nunca duerme. “Viene Raúl, por los movimientos, seguro que viene”, comentó un funcionario de tercera línea, entre asustado e ilusionado, ante la posibilidad de que Castro apareciera en la plaza San Francisco de Asís, para inaugurar la Feria del Libro de La Habana.
A la hora señalada una muralla de negros enfundados en impecables guayaberas blancas apareció abriendo paso. Y bajó Castro. No Fidel, Raúl. De saco claro y camisa oscura, desde detrás de sus gafas saludó a Jorge Obeid, a José Nun, y alargó su caminata hasta el final de la primera fila para darle un cálido abrazo a Hebe de Bonafini. Terminado el acto, el gobernador de Santa Fe lo invitó a recorrer el stand de la provincia, una instalación que reproduce la casa natal del Che en Rosario.
Allí se armó la charla. Sólo faltaba el café. Inmediatamente, Jorge Obeid, Miguel Bonasso, el canciller Felipe Pérez Roque y este cronista rodearon al comandante a cargo del gobierno. Bastó una sola pregunta de Página/12 acerca de “su primer encuentro con el Che”. Raúl alzó la vista e inquirió a su canciller: “¡Oye Felipe!..., ya has contado lo de los gatos”. Pérez Roque sonrió. Y Castro habló como lo hubiera hecho Fidel.
“El Che trabajaba de médico legista en México. De noche hacía investigaciones por el tema de la alergia. Para eso necesitaba animales, gatas, y además, preñadas. Así que allí andábamos buscando en los botes de basura, donde tenía que haber gatos. Había que tirarlas pa’rriba pa’ver si eran hembras y encima ver que estuvieran en estado de gestación... Y aquí va la parte final del cuento: entrábamos de noche, porque él trabajaba allí y era amigo de un sereno. Yo le ayudaba en una mesita a amarrar a los animales y los anestesiaba. Le abría, le tomaba por la matriz y le colocaba una precillita y como un sismógrafo, iba marcando. Terminó, la cosió, y me dijo ‘a ésta le podemos hacer varios experimentos’. Nos fuimos. Pasaron varios días –él la tenía medio escondida allí, en el laboratorio– y sacamos la gata muerta. Ahí estaba, tiesa. Y dice el Che: ‘Esto es imposible, vamos a hacer una autopsia’. Le abre, y de buenas a primeras dice: ‘Qué bestia soy... al coserla le suturé los intestinos... se murió de hambre’. Entonces yo le dije: ‘Tú no me pones a mí ni una inyección’. Y lo cumplí. Sólo una vez en México me dio una gripe, un poquito de fiebre y me dio una aspirina. Después en la Sierra Maestra sacaba muelas. Sabía anestesiar la parte de abajo, pero no la de arriba, y cada vez que me tocaba allí no se aguantaba... y el Che haciendo fuerza, agarrado de cualquier cosa. Era lo más audaz que había... hasta en eso.”
–Eso fue antes de que el Che se conociera con Fidel... –interrumpe este cronista.
–Sí, sí... Yo lo conocí dos meses antes, porque ya conocía un grupo de cubanos que habían estado en Guatemala con él y Nico López. Fue él quien me dijo: ‘Busca a un argentino. Le decimos Che’. Lo encontré enseguida.
–¿Y dónde lo encontró?, quiero decir, ¿en qué lugar físicamente? –volvió a interrumpir Página/12.
–En el Paramount 49, que era la casa de una cubana llamada María Antonia, que era la que nos arropaba a todos allí. Tenía la dirección de él y fue allí que también lo conoció Fidel. Era un departamentico un poco más grande que éste, con una cocinita que cabían apenas dos de pie...
–Y eso fue en el año...
–Cincuenta y cinco... –dice alargando la “y” hasta que la memoria le trae la fecha completa.
De repente, Bonasso recuerda un episodio acerca de una vaca que le habían comprado a un campesino y que el Che se empecinó en asarla a la estaca.
“Fidel dijo que había quedado deliciosa”, agrega Felipe, que se parece más a Fidel que su propio hermano.
“Pasa que, en las memorias, Raúl había escrito que había quedado cruda”, agrega Bonasso antes de que el canciller le espete: “Es que Fidel no quería dañar la imagen del Che”.
Pero el único que había estado en aquel asadito había sido Raúl, quien naturalmente retoma el relato. “Un pedazo quedó crudo, pero con el hambre que traíamos al Che se le ocurre hacerla como en las pampas, con una cruz –a la estaca–. Yo me comí unas vísceras que quedaban allí, pedacitos... pero comimos como dos días de esa vaca. Ya al final le estaban saliendo unos gusanitos y teníamos que rasparlos para poder seguir comiendo.”
Bonasso recuerda también que Fidel había refrendado firmemente la palabra de su hermano. “Si lo dijo Raúl debe ser así. El lo escribió en ese momento y yo trato de recordarlo de memoria”, dice que dijo.
“Yo me acuerdo hasta de la casa del campesino..., Piña se llamaba”, confirma Raúl, que cierra el relato con una reivindicación del asador, que seguramente no recibió el tradicional aplauso. “La experiencia fue muy buena porque después de eso jamás le volvimos a dar una vaca al Che para que la cocinara. Se asaba en un palito por trozos, pero esa vez el Che nos tuvo allí horas enteras, en el primer campamento que hicimos después de salir de Picana, donde reunimos los siete fusiles, allí se nos unieron varios.”
“Hace ya 50 años de aquello... Caramba, el 18 de diciembre. Fidel estaba allí con dos hombres y uno estaba desarmado. Fidel no, él nunca dejó el fusil, ni ahora”, se ríe Raúl, presagiando la anécdota: “... como cuando tuvo el accidente del 2003. Lo primero que hizo fue ver en la ambulancia si podía jalar del gatillo... Y no quiso que le dieran anestesia”, dice alzando la voz entre las risas del improvisado público. Enseguida retoma el relato histórico, el de hace medio siglo.
“Eso fue así: el 2 de diciembre desembarcamos; el 5 nos destruyen y el 18 nos encontramos Fidel y yo. El 20 llegan Camilo (Cienfuegos) y el Che. Pasamos la Nochebuena allí y después de ese campamento es que fue la vaquita aquella. Allí fue cuando Fidel me da un abrazo y me pregunta: ‘¿Cuántos fusiles traes?’. Cinco, le digo yo. ‘Y dos que traigo yo son siete... ¡ahora sí ganamos la guerra!’. Eso yo no quise ponerlo en el diario, y se lo dije a él mucho tiempo después: ‘Yo creí que tú te habías vuelto totalmente loco’.”
Los jefes de la custodia se comunican con sus radios. “Ya salimos”, se escucha decir a un joven rubio y fornido con saco a cuadros. Le habla a Reynaldo, su par fuera de la casa, un mestizo de chomba a rayas que se parece más a un barrabrava argentino que a “Boogie, el aceitoso”.
Raúl se acerca a la puerta de salida, pero faltaba “La Historia”, la del Gramma, “ese barquito que no serviría ni pa’ pasear por el Malecón”.
“Raúl, cuéntales antes de irnos cuando el Che preguntó: ‘¿Cuándo llegamos al barco?’, al montarse al Gramma”, sugirió risueño el canciller.
“Eso le pasó a más de uno... Yo me enteré que ése era el barco y subí resignado. Por poco nos quedamos en el estrecho del Yucatán, donde empezó a hacer agua y agua. Había que caminar en punta de pies porque todos estaban borrachos del mareo. Había mal tiempo, estaba prohibido salir. Había un cable atravesado. Cuando lo vimos, cantamos el himno, apagamos el motor y con el impulso lo pasamos por arriba y salimos. Ya un poco más afuera aquello era un revoltijo: el barco hacía agua, el agua subía y subía. Sólo un grupito se enteró y con unos cubos sacaban el agua. La bomba estaba rota, y Fidel medía con un cordelito, con una tirilla. Hizo un cálculo y dijo: ‘Estamos a 80 kilómetros de la costa’. Pero él había hecho el cálculo sin contar 82 hombres y armamento para 100. Eso nos redujo la velocidad siete nudos..., en esa ocasión fue que subía el agua y pensábamos: no vamos a llegar a la costa... Había un botecito ahí atrás que cuando llegamos al desembarco se hundió justo cuando el agua nos llegaba a la nariz. Entonces yo pregunto si hay salvavidas. Y Fidel, que estaba midiendo, me dice: ‘Hace rato que no sube’, más tarde otra vez... Hasta que nos dimos cuenta de que por una ley física los barcos navegan con su línea de flotación. Cuando va más cargado, baja el calado y el agua se mete por las tablas que deberían quedar fuera. Por eso entraba agua hasta que se hinchó la madera y se selló. De los siete días de travesía solo uno de buen tiempo, lo demás era un cachumbambe...”
–“¿Cachumbambe?” –se animó a preguntar este cronista...
–El movimiento del barco –contesta él–. Eso fue una aventura. Pero yo lo digo siempre, Fidel nunca perdió a nada, cuando jugábamos a las canicas, a las bolitas, como dicen ustedes, él tenía que ganar, por eso los americanos no nos han ganado. Es un tipo fabuloso...
Raúl salió de la casa del Che para decirles a los periodistas que esperaban afuera que “Fidel mejora día a día”. Se dio vuelta para despedirse de sus interlocutores de la casa y lamentó que se hubiera hecho tarde. “No voy a poder ir a visitarlo, cuando lo vea –concluyó– le diré que estuve en la casa del Che.”
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