CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA
› Por Juan Sasturain
Otra cosa que en aquella época se podía encontrar en la playa, cada tanto, eran ahogados. Pero ahogados en serio, muertos posta quiero decir. Y un muerto siempre es otra cosa. Eso el veterano Noriega lo tenía muy claro. Con los años, un bañero como él podía discriminar con la exactitud de un forense las circunstancias de cualquier ahogado; es decir, de cualquier ahogado muerto. Porque hablar genéricamente de ahogados es confuso. En eso también hay que diferenciar: en el lenguaje de la playa, de los turistas, se les dice ahogados no a los que se ahogan –rara vez les toca ver uno– sino a los socorridos, a los que se salvan porque los bañeros los sacan. Los ahogados posta terminan con la panza y los pulmones llenos de agua. Y ya no son ni soberbios ni boludos ni suicidas: son ahogados, están muertos y tienen sus propias costumbres, como decía el loco Jarry, que sabía de eso sin ser necesariamente bañero.
Con los años, un tipo como Noriega, de acuerdo con la hora en que había aparecido un cadáver y con el conocimiento de cómo habían venido las corrientes y el trámite del día, podía determinar dónde se había ahogado. Porque Noriega no había leído a Jarry, pero había visto muchos muertos por agua, conocía sus hábitos recurrentes. Y uno –y acaso el principal– es aparecer cuando menos se los espera, a deshoras, sobre todo entre la medianoche y el amanecer.
Como cuando fue lo del marinero noruego, a principios de los cincuenta, uno que se cayó de un barco quién sabe dónde carajo y terminó acá. Cuando apareció, una madrugada lluviosa, tenía como tres días o cuatro días o más:
–Es así. A los muertos uno se los encuentra, no los ve venir. Y si te eligen, cagaste –le explicaba Noriega años después al imberbe Falucho–. Sólo un pelotudo podía pensar que ese ahogado, ese muerto en realidad, era mío. Porque los tipos se ahogan en cualquier parte pero para la estadística, para la gilada, mueren en la playa en que aparecen.
–No siempre.
–Para el gremio sí.
–Para la gente es al revés.
–Es una cagada –dijo Falucho.
–Es la verdad: los ahogados en general son cosa del mar, pero los muertos son tuyos. En eso los bañeros son como el arquero. Y hay que hacerse cargo.
–¿Acá se murió alguno?
–No, conservamos el invicto. Pero nos pusieron un par.
–¿Les pusieron?
–Al Payo Cequeira, por envidia. Eso de que te dejan un muerto en la playa es así nomás. Una vez, cuando yo recién empezaba acá, le trajeron uno desde El Torreón y se lo dejaron en Gancia, a la noche, para que le quedara acá...
–Hijos de puta.
–Envidiosos o más que nada haraganes, gente que no tiene ganas de hacer los papeles. Porque un muerto siempre es un quilombo. Pero yo se los devolví.
–¿Eh?
–En esa época yo vivía todavía en la casilla y cuando salí a mear a eso de las cinco vi que había mucha gaviota en la orilla. Enseguida me di cuenta de lo que pasaba, porque lo había oído a Cequeira comentar que esos tipos eran capaces de cualquier cosa y se la tenían jurada. Así que agarré una goma de auto que teníamos, calcé al tipo, un pelado gordo que ya estaba feo de ver, y en media hora se los dejé bien adentro, donde la corriente da la vuelta. Es fácil: el agua cambia de temperatura y sentís que va para allá. A las nueve de la mañana lo tenían otra vez ahí. No entendían nada.
–¿Y el Payo?
–Se cagaba de risa. No podía creer lo que le contaba: “Pibe, a vos te voy a dejar toda la vida en la casilla...”
Decía Noriega que había dicho el Payo.
–Y casi hubiera sido lo mejor –coincidía después él, mirando el mar–. Cada vez que me alejé mucho de la orilla fue para cagada.
Pero ésa es otra historia.
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