› Por Horacio González *
Después, uno se entera que la discusión ya estaba planteada. Pero escuchar en la Feria del Libro cubana el discurso inaugural del ministro de Cultura, Abel Prieto, afirmando que la memoria literaria de Cuba se compone también de Cabrera Infante, Reynaldo Arenas y Heberto Padilla no deja de provocar una sacudida, un rasguido en la memoria, a la vez de asombro y de alivio. También César López, el poeta al que la Feria le era dedicada, fue –si cabe– más preciso. Su genealogía poética, desgranada ante Raúl Castro, compuso el álbum barroco de toda la familia poética cubana, como si un gran cencerro olvidado llamara nuevamente a todos. ¿Quién no atravesó en su momento por la lectura y la discusión de esos autores, enfrentados a la Revolución? ¿Es necesario hablar de rehabilitación? La expresión no es adecuada, si con ella queremos mencionar a una clase política que cierta vez aparta y otra vez invita, que una vez relega y otra permite subir nuevamente a escena.
No, lo que se vio en la Feria del Libro de Cuba es algo que trasciende las alternativas de flexibilidad o porosidad con que un Estado percibe las vidas literarias, sea si las protegiese, sea si las perdonase. Se trata de lo que parece una reflexión generalizada sobre el modo en que Cuba presenta ahora su destino, o mejor, la ansiedad por su destino.
La Feria del Libro en Cuba es jovial, multitudinaria, cubierta de fritangas y con miles de familias haciendo pic-nic en el pasto, dentro de la gran fortaleza histórica. Es una peregrinación popular formidable, con trabajadores sociales ordenando las extensas colas y libritos infantiles a precio ínfimo, que los padres les iban leyendo ahí mismo a sus hijos como un déjeneur sur l’herbe que cambia el bucolismo hedónico por un hedonismo social popular, un modesto y emocionante placer colectivo que crea copiosa cantidad de lectores.
Pero en paralelo a ese espectáculo de masas, aglomeradas en una gran ciudad medieval –el vasto Fuerte lo parece–, se desarrolla el drama intelectual cubano. Hace varias semanas, como introduciendo un duro elemento desafiante en la tensa vigilia, un programa de televisión de una “vieja guardia política” –digamos así– recordó la presencia de un ex ministro de Cultura que en su momento había trazado fronteras y excomuniones. Las protestas no se hicieron esperar, y funcionaron los mails, esos serpenteantes palimpsestos, esos diseminados timbales de acción que a todos nos abarcan, y a los que Cuba recién asoma.
El resultado fueron aquellas palabras de Prieto y de López, no dichas por primera vez, pero sí amplificadas en la Feria del Libro. Nos dejaron ver y nos ofrecieron, a los visitantes, la naturaleza íntima de un debate del que de alguna manera dependen las naciones, y del que ahora imaginamos que depende Cuba. No se trata de una dispensa ritual, sea glasnost, perestroika o majestática concesión. Va mucho más allá de eso, y si fuera solo eso, quizá no resultaría. Esa noche de la inauguración de la Feria, el ministro Prieto usó toda clase de prosopopeyas... “Como tú sabes, Raúl”, “como ya lo hemos conversado, Raúl...”, dirigiéndose al hombre silencioso de la primera fila que personifica ahora el máximo poder en Cuba. No es que Raúl Castro no hable. A quienes no lo conocíamos en persona nos sorprendió en el Palacio de la Revolución contando interminables historias, basadas en el recuerdo de la guerra lejana, cuando todos eran muy jóvenes.
Pero parece tener bien presente lo que se ha dicho en la Feria. No en vano los jóvenes intelectuales en funciones de gobierno que lo rodean lo han interpelado –como también los escritores y artistas cubanos que ahí lo saludaban por primera vez–, para hacer y hacerle sentir la fuerza cultural diversa y pletórica con la cual discurre nuevamente la historia contemporánea de Cuba, a fin de tener la chance de una reevaluación, de una revisión intrépida del memorial literario nacional. Es como si las modificaciones en el vivir cubano que sobrevengan, que seguro no serán copia de nada ya establecido, sino que surgirán de su propia trama de descubrimientos y necesidades, pudiesen ser anunciadas en ese gesto de reaglutinamiento simbólico del patrimonio poético que tuvo lugar en la Feria.
Viendo la arquitectura histórica de La Habana, con sus mármoles rotos y su aroma mudéjar, que se corresponde con la literatura de Lezama Lima y la pintura de Portocarrero, se puede percibir que calladamente la ciudad estaba pidiendo –debía hacerlo por su propia naturaleza– todo lo que se vio en la Feria. En el reportaje de Ignacio Ramonet a Fidel Castro, libro que en la Feria salía, según diríamos, como pan caliente, se lee que los grandes hombres públicos siempre quedan en la historia con menos significación que Shakespeare, y que Napoleón es menos conocido que el cognac que lleva su nombre. Y también, que Hemingway expresaba en sus novelas una “sed de aventuras” a las que como escritor tenía menos oportunidades de acceder. Todo dicho por el hombre que ahora está en su lecho, informado de todo pero no interfiriendo en nada. ¿Contradicciones?
Quizás está planteado aquí el dilema de la historia, el dilema que Cuba propuso en su Feria del Libro ante nosotros, los testigos, los amigos argentinos. Podría traducírselo así: sin el peso de lo que la literatura le ofrece a la historia, nada pueden los países, porque la literatura puede no ser la política ni el Estado, pero puede manifestar la ansiedad por la aventura del sujeto práctico. Y ante la aventura literaria, la institución del poder y el mismo político realizativo se sienten necesarios, pero deben cultivar su propia conciencia de lo efímero, que también es conciencia práctica.
* Director de la Biblioteca Nacional.
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