Sáb 24.02.2007

CONTRATAPA

Adherir o quedarse solo

› Por Noé Jitrik

El golpe militar del 4 de junio de 1943 encontró al país tan dividido como lo había estado siempre; por un lado, una masa compuesta por clases medias de todo tipo, clase obrera ya no tan incipiente, pobres y desposeídos, partidos de izquierda de varias opciones y, por el otro, los propietarios, terratenientes, industriales o protoindustriales, Iglesia, nacionalistas, militares. En términos generales, aunque en una designación algo tradicional, izquierdas y derechas, una manera de decir lo mismo que federales y unitarios, radicales y cogotudos. Dos campos, en realidad dos países con una básica diferencia: unos críticos, teóricos, contestatarios, perplejos, intelectuales; los otros, afirmativos, poseedores, fastuosos, oligarcas en suma, o sea dueños del poder, u oligárquicos, asociados al poder, lo cual quiere decir más o menos lo mismo; aquellos, apenas agarrados a los límites físicos del país y de la realidad, casi afuera; los otros muy agarrados, proyectados a lo internacional, en el comercio, la cultura, las artes.

Los 4 de junio (“jornada redentora de la patria”), que en apariencia venían a terminar con el fraude conservador y ambiguamente pronazi, en realidad fueron más pronazis, a la criolla y a la alemana a veces simultáneamente, y expresaron, de manera compulsiva, ese espíritu de derecha que tal vez los conservadores, herederos del 6 de septiembre, habían menoscabado. Se la agarraron con la educación, persiguieron a la izquierda, se encarnizaron con el lenguaje, pero lo cortés no quita lo valiente, propugnaron un desarrollo industrial que continuaba el que habían iniciado los fraudulentos contra los cuales se estrelló el moribundo presidente Ortiz.

Bastante confuso todo: nacionalistas, antibritánicos en las palabras, probritánicos en los hechos, pronazis en la mentalidad, paranazis en la práctica, proteccionistas y proestatistas, pero simpatizantes de una nueva burguesía nacional. En esta ensalada surge un hombre que había desempeñado un papel protagónico en el golpe del 4 de junio. Se adivina de quién estoy hablando: el entonces coronel Juan Domingo Perón, que parecía entender todos sus ingredientes. Es más, entendió sobre todo uno –el papel que podía desempeñar la izquierda en una perspectiva de derecha– y un proceso real que había tenido lugar en el país: la emigración del campo a la ciudad de gran cantidad de campesinos, el crecimiento de lo que podemos llamar clase obrera y que en el lenguaje que se fue creando se llamó “trabajadores”, la ineficiencia de los sindicatos, atados a la idea de la lucha de clases e ignorantes, en consecuencia, de las nuevas relaciones sociales que se habían establecido. Sobre esta verificación concibió una estrategia que tuvo enorme éxito: reunió sectores antagónicos, rehízo estructuras, reformuló viejos proyectos archivados, levantó política y moralmente a obreros y campesinos, intensificó conflictos y muy pronto, ayudado por quienes lo estaban viendo como un peligro (eso que se vio en los días previos al 17 de Octubre de 1945) construyó una figura de estadista, un discurso cuyas falencias, debilidades, contradicciones importaban cada vez menos, tan arrollador fue el aparato político que puso en marcha.

No importa demasiado sobre qué nociones teóricas tuvo esa ocurrencia; para muchos la empresa tenía un perfume fascista, para otros reencarnaba el histórico populismo latinoamericano (mezcla de Getulio Vargas y Lázaro Cárdenas), para otros hacía revivir la olvidada tradición antiliberal y revisionista; el hecho es que creó una entidad novedosa, llamada “peronismo”, que muy pronto fue asumida y adoptada por millones de personas con toda naturalidad: el personalismo yrigoyeniano pasó al olvido y esa designación fue equiparada con otras semejantes y muy prestigiosas: bonapartismo, stalinismo, trotskismo; muy pronto, no hubo ningún pudor en declararse peronista, palabra que designaba no tanto, me parece, una fidelidad a principios que el fundador de la prosapia hubiera formulado o instaurado sino un estado de espíritu, un modo de pertenencia que en la mayor parte de los casos no necesitaba explicarse ni respondía necesariamente a beneficios de los que se hubiera gozado en virtud de la esplendidez de la distribución por la cual los gobiernos de Perón, y la correlativa velocidad con que actuaba Eva Perón, generaron una imagen, cada vez más nostálgica, de una edad de oro, lamentablemente perdida por todo lo que vino después de 1955.

Todo eso es historia y ha dado lugar a numerosas interpretaciones y malentendidos. Uno de los más notorios sale de la pluma de John William Cooke: “El peronismo es el hecho maldito de la política argentina”. Pero no es lo único: ríos de tinta han corrido intentando describir esa extraordinaria manifestación tanto como explicarla y hacerla inteligible, puesto que su reunión de elementos sociales y humanos a veces antagónicos, en muchas ocasiones enfrentados sangrientamente, producía y produce una perplejidad mayor que la que en su momento surgió de situaciones tales como el rosismo, la Generación del ’80, el radicalismo, todas internamente más homogéneas. En particular el azoramiento de los europeos que, extrañados, se pierden y no terminan de entender qué es eso cuando se atreven a preguntar y benévolos sociólogos se ponen a responder mediante señalamientos que van de lo histórico-histórico a lo histórico-social, aunque a veces también invocan lo psicológico, o una teoría de masas, lugar real y virtual en el que residiría la ratio de un nombre que se resiste tenazmente a toda definición y que tal vez no se parezca a nada conocido. Originalidad argentina.

Declaro desde ya que no emprenderé tamaña gestión hermenéutica, pese a que la mayor parte de mi vida transcurrió a la sombra de ese fenómeno aunque, también debo declararlo, nunca me fascinó, como sí lo hizo con multitud de amigos, formados en las mismas escuelas que yo. Repentinamente, como iluminados por un destello místico, no sólo esos amigos adhirieron al gigantesco y polifónico movimiento sino que lloraron por él cuando había que llorar, se congratularon con sus triunfos, soslayaron sus contradicciones y fueron socarrones con quienes no habían entrado como ellos a la gran corriente. Pasaron por alto las principales y recurrentes críticas, oportunismo, apetito de poder, corrupción, contraponiendo a todos esos hábitos figuras respetables, gente de pueblo honesta y sacrificada, mártires inclusive. Ese contraste es menos importante moralmente –siempre es peligroso hablar de moral en política, suele parecer poco real– que la noción de “movimiento”, más que de partido, que se le concede al peronismo, lo que implica algo así como una travesía horizontal por todos los estratos sociales, aun los más antagónicos: la patria por encima de todos los intereses sectoriales, con todo lo provisorio y nunca del todo fundado que es este juicio que se puede entender en términos de legitimidad, o sea si están todos no cabe duda de que también hay que estar, so pena de quedarse en el olvido o en el limbo de lo ilegítimo, con la única recompensa de la protesta que, en el mejor de los casos, a veces puede convertirse en crítica.

Por cierto, todo esto es difícil de explicar dada su magnitud y en ese enigma seguimos todavía, sobre todo en momentos en que el peronismo renace luego de aparentes muertes. Esta ida y vuelta es menos sorprendente –siempre hay segundas oportunidades en política– que ese lleno de gente que sigue siendo el peronismo. Uno se pregunta por qué tantos quieren estar en ese recinto pese a todo. Es claro que lo simbólico cuenta, así como la legitimidad patriótica a la que me referí, pero tal vez haya algo más, desde luego que no sólo la satisfacción de la conveniencia o el espurio interés o la ambición de poder, todo lo cual, de tan sabido es ya trivial. Ese algo es una pregunta que atañe no tanto al ser como al estar: ¿por qué tantos quieren estar?

Arriesgo una caprichosa hipótesis que le debe mucho al famoso título de Raúl Scalabrini Ortiz, El hombre que está solo y espera, y a ciertos razonamientos de Ezequiel Martínez Estrada. Empiezo por decir que “el hombre” está solo, “pero no quiere estar solo” y que si se le ofreciera la posibilidad de romper la soledad lo aceptaría con ganas; seguramente busca estar donde están otros y, de ahí, porteñamente, se inventa el café y la amistad circunstancial y liviana, pero, sea como fuere, un estar en algún lado. Está solo en la ciudad, o con esas compañías, pero eso, con ser tal vez insatisfactorio, no es nada comparado con estar solo en el campo o, ancestralmente, en la pampa o, más aún, en lo que Sarmiento llamaba el “desierto” y que incitó a Martínez Estrada a escribir la famosa Radiografía.... Sentimiento oceánico de soledad, sin otro diálogo que con la distancia y que no sólo concierne a indios y gauchos sino a los nuevos ocupantes de modo tal que ese sentimiento homogeiniza la raza y le presta un lugar indefinido pero apremiante. De ahí, el frenético querer estar, el rechazar la soledad y la correlativa e imperiosa urgencia por integrarse. Todo eso, desde luego, metafóricamente, no hay que leerlo en su literalidad.

Final de la hipótesis: el peronismo ofreció una respuesta a ese inconsciente y genérico pedido, de modo tal que, al fundirse en la masa, muchos argentinos pudieron adherirse a algo, sentirse acompañados, gritar todos juntos en la plaza pública, reivindicar una identidad colectiva, hasta tal punto fuerte que lleva a pasar por alto lo que podría ser otra clase de elección o, si no es posible elegir, a negarse a la incierta espera que parece un destino para el porteño, o una condena o también la posibilidad o la condición de una creatividad que no necesite de adhesiones ni de pertenencias ni de una delegación simbólica en una figura fuerte, idealizada y lejana.

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