CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA
› Por Juan Sasturain
Y volviendo al tema de las mujeres, es cierto que en la playa, como bañero, se gana. Siempre se liga algo. Pero también hay que decir que ya no es como era hace años, cuando las minitas venían a comer de la mano, como se dice. Es que ha habido mucho chanta. Gente que no sabe discriminar. El bañero tiene que saber que una cosa es una mina de sombrilla o incluso una orillera –que no se me entienda mal: de las que vienen con la lonita, el bronceador y el bolso y se quedan un fin de semana en la orilla, sobre la arena húmeda o en el límite y se van– y que otra cosa es la mina de carpa.
La mina de carpa es de tiro largo, de mes o de temporada, es cliente del balneario y cualquiera sabe que o está el marido o el novio o el padre o el punto que viene el fin de semana... O que hay pibes. Ahí el bañero tiene que tener un criterio, aunque la mina vaya al frente. Hay detalles que atender. Es una cuestión de piel, como se dice ahora: de lectura de piel, si quiere.
En la temporada, la piel dice más que la boca o que los ojos porque en la playa se charla poco y el arrime no es cuestión de boquilla. Y los ojos no cuentan porque todos se esconden con los anteojos negros. La gente se mira y se hace ver, después saca conclusiones pero no habla, se expresa con todo el cuerpo. Y no me refiero a las que te ponen el culo acá o se desparraman el bronceador como con la lengua. Es algo anterior a eso, la piel a secas, ese acuerdo secreto en que todo el mundo mira y es mirado sin que demuestre que mira ni muestre que se da cuenta de que lo miran...
Así, el bañero no debe pensar que todas las mujeres son iguales ni es lo mismo una tostada que un pan de leche. Es otra velocidad. O sea: una tostada es la mina que tiene tiempo –tuvo para llegar a ese color, tiene para seguir tostándose– y un pan de leche viene quemando etapas, capas de piel, horas y experiencias. Una requiere tratamiento lento y la otra es carne de arrebato. Pero para el que no es del oficio todo es lo mismo.
La clave está en que a esos pibes de ahora les falta base. Y la base no es el entrenamiento, ni la capacidad pulmonar ni el lomo o la buena vista. La base es cuánto mar tiene un bañero. Porque la piel cambia, las mujeres cambian –de una a otra, de una a esa misma a la semana siguiente– pero el bañero tiene que tener una experiencia anterior –primordial si se quiere– que le permita discriminar. Es el contacto con el mar. Y si no tiene eso, no existe.
Y digo el contacto con el mar, no simplemente con el agua. Que una cosa es la pileta y otra las olas. Una cosa es pasarse la tarde al pedo caminando al borde de una pileta techada con temperatura constante, cuando lo único que hay que mirar es que ningún pibe cruce una fila de boyitas de colores y otra hacerse cargo de la seguridad de una playa... A cualquiera de esos guardavidas de agua encajonada se les frunce el culo si se los pone frente al mar y con viento en la cara. Es que el mar cambia.
Y no es cuestión de colores, de grisecitos o verdes –que acá no hay– o de azules tramposos de poster. Ni de olas más o menos altas o de cómo se desparrama la espuma después de pegar contra el murallón. Porque hay tipos que pretenden leerlo al mar como la borra del café. He visto, leído y oído a cada chanta... Con lo de las mareas y la influencia de la luna se versea tupido. Pero frente al mar se queman los libros –o se escriben– como decían Cousteau o Vito Dumas, alguno de ésos, hablando de alta mar. Que tampoco es lo mismo.
Porque con el bañero estamos hablando del mar desde la playa, que es otra cosa. No estás adentro sino enfrente, en la orilla, como asomado. Y hay que saber semblantearlo al mar; eso mismo que hacían los viejos médicos clínicos, que te miraban desde los pies de la cama, primero te pedían que les contaras y después te escuchaban respirar. Eso es. El mar es como un viejo que está casi siempre dormido pero no hay que romperle las bolas. Le gusta que lo escuchen. Si uno cierra los ojos y se para a oírlo respirar, lo siente. Y nunca está igual, aunque parezca el mismo. Si hay viento a favor o a contrapelo del oleaje, lo sentirá quejarse, moverse como un animal con pesadillas o revolcarse satisfecho panza arriba, ronronear incluso. Pero siempre cambia. Nunca es el mismo mar. De un año a otro, de una hora a otra, incluso de una playa a la otra pegada. Y para eso se supone que están las banderitas. Y los bañeros que ponen las banderitas deben saber o se supone. Aunque no es tan simple. Como lo del médico de cabecera.
A eso iba: el bañero tiene que saber discriminar. En todo sentido. Y eso se aprende del mar. Fíjese que por algo el mar no es blanco o negro sino gris. Ni bueno ni malo, ni fácil ni difícil: la playa es una mundo de matices y hay que tener un criterio. Y vuelvo a lo de antes: la banderita, ese gesto medio pelotudo, infantil, de poner una banderita de colores cada tanto rato y cada tantos metros de playa es el símbolo del bañero mucho más que el silbato, los anteojos negros o la plataforma con la silla.
Desconfíe del bañero –como del referí o del cana– que toca mucho pito o se la pasa ahí arriba. En general, se sube para que lo vean, porque lo que tiene que ver él está ahí, a ras de la arena, como el técnico de fútbol. Tal vez sea un buen guardavidas, pero no es un bañero, que no es lo mismo, claro que no.
Es que hoy todos son guardavidas. Cursos de guardavidas, cuerpo de guardavidas, sindicato de guardavidas... Se acabaron los bañeros. Es una deformación, una tilinguería: ya nadie dice que es bañero, como se acabaron los porteros, los dentistas y los pedicuros, porque suena berreta. Déjenme de joder. No es cuestión de cambiar los nombres. Ser guardavidas, aunque ahora tengan diplomas y les exijan exámenes de aptitud y toda la bola, es menos que ser –o lo que significaba ser– bañero; es sólo una parte y seguro que no la más importante.
El guardavidas se ha convertido en una mezcla de policía y bombero o socorrista (palabra espantosa) especializado. El error está en poner el acento en la parte más aparatosa de la profesión, el salvataje. Y en suponer que todo se arregla con cursos. El guardavidas viene con diploma, conocimientos de primeros auxilios y todo eso, hasta anatomía e inglés te estudian. Tienen una profesión, se sindicalizan pero no sé si hay una vocación. Trabajan de guardavidas, pero no son bañeros. Les falta arena, les falta lectura del mar, como decía. Y eso son años, no cursos.
Porque volvemos a lo mismo: no es cuestión de poner la banderita y hacer facha mientras miran el reloj para ver cuándo se acaba el turno, como se ve hoy. Porque bañeros, lo que se dice bañeros, eran los de antes.
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