CONTRATAPA
Dilemas
› Por Juan Gelman
Las noticias del lunes último informaron que Ariel Sharon ordenó atacar un barrio popular de Gaza con aviones F-16. Los misiles alcanzaron casas donde vivían decenas de familias, pero el objetivo israelí, ajusticiar a Sala Shehade –jefe del brazo armado de Hamas– se logró. También murieron otros 14 palestinos por lo menos, ocho niños entre ellos, y 140 resultaron heridos. Sharon calificó el operativo de “gran éxito” y lamentó las bajas civiles aunque –dijo– “no hay compromiso posible con el terror”. Los ocho niños serían entonces terroristas. Según la BBC, el ataque israelí se produjo cuando representantes de Hamas participaban en una reunión con otros movimientos palestinos para analizar la posibilidad de cesar su propio terrorismo. Eso ya no está a la vista.
Un pueblo que nunca cesa de luchar con sus vecinos beligerantes no puede observar todos los mandamientos de la Torá, libro sagrado de los judíos. Este concepto, referido al pasado, pertenece a Isaac Bashevis Singer (1904-1991), quien tampoco creía en guerras justas: pensaba que se convertían en maldad “desde el momento en que los inocentes son tan a menudo castigados por las malas acciones de los culpables”. El Nobel de Literatura 1978 se declaraba sionista laico y lo fascinaba la contradicción entre los 2000 años de exilio judío y el Estado de Israel, el primero sostenido por una espiritualidad ascética, y el último dedicado a emular otras culturas, casi siempre violentas. Esto “lleva al judío de vuelta a sus orígenes bíblicos, no al Final de los Días”.
El Antiguo Testamento le creaba no pequeños problemas a Isaac niño, criado en un hogar jasídico muy ortodoxo de Radzymin, aldea de la Polonia que anexó el zarismo. Asediaba al padre rabino con preguntas: no entendía por qué eran santos o héroes Abraham, que tenía dos esposas; Jacobo, dos hermanas como esposas y dos concubinas; Yehuda, que copulaba con su nuera; el rey David y su pasión por Betsabé y Abigail; el rey Salomón, esposo de mil esposas, una, hija de faraón. ¿No se comportaban como gentiles? Tal vez no recibió respuestas muy satisfactorias: a diferencia de otros grandes escritores de la literatura yiddish, Singer exploró las caminos del erotismo en sus cuentos y novelas. En la vida también.
Hay mucho de autobiográfico en su novela Meshugah (Loco), escrita a comienzos de los años 50 en Nueva York, donde se estableció en 1935 alejándose de una Polonia en que se respiraban ya los aires de la guerra. El protagonista es Greidinger, un narrador que urde tramas lascivas que transcurren en los bajos fondos de Varsovia o en aldeas-ghetto, y que recibe centenares de cartas de sus paisanos y de rabinos que le reprochan “echar aceite al fuego del antisemitismo”. Loco tiene, sin embargo, otra dimensión. Max Aberdam, el personaje que abre la novela, es un fantasma del pasado, un “dibuk” o alma en pena encarnada, que muestra a Greidinger, también hijo de rabino, víctimas de la Shoá: están vivos los que creía muertos. En la obra de Singer asoman obsesiones similares: durante largos años, ya instalado en EE.UU., escribió sobre pueblos y ghettos que no existían ya, habitados por gente que la matanza nazi había desaparecido para siempre. No otra cosa hizo Nabokov con un mundo que sólo tenía domicilio en su memoria. Pero Singer deseaba desesperadamente librarse de “la superstición, el oscurantismo, la insularidad y la intolerancia” de la mentalidad de ghetto. Lo consiguió despellejándola hasta sacarle las entrañas.
Loco trajo para Singer nuevas acusaciones de traidor al credo de sus padres. Greidinger se enamora de Miriam, la amante de Aberdam, pero no lo incomoda el triángulo sino el descubrimiento paulatino del pasado de la mujer, ex prostituta del ghetto de Varsovia y probable colaboradora de los nazis. Se pregunta si debe continuar la relación o cortarla, un dilemamoral que late –de otro modo– en la narrativa de Singer. La política deshumanizadora de los nazis produjo “ladrones, estafadores, proxenetas y prostitutas” en la comunidad judía de Polonia y los lectores de Greidinger lo instan a ignorar esas desdichas. Pero él vuelve a Miriam una y otra vez, una elección penosa similar a la de Singer: éste nunca idealizó las consecuencias de la pobreza, el antisemitismo y la segregación en los judíos. Habla, en realidad, de la miseria humana, que no tiene bandera ni raza.
La novela apareció póstumamente como libro en 1994 y su texto carece de la prolija supervisión de Singer, que había creado un canon propio para la traducción de sus obras al inglés. El escribía solamente en yiddish, el único idioma –explicó– en que podía verter su experiencia y su espíritu porque era para él “un lenguaje de lo judío, la expresión de aquellos que todavía ven el comportamiento de los hombres desde el punto de vista de lo ‘kosher’ y lo ‘no-kosher’, lo permitido y lo prohibido”. Pensaba que el yiddish “permanecerá oculto hasta que haya justicia para todos”, pero sobrevivirá porque “ha de llegar un tiempo en que las culturas no necesitarán ejércitos para mantener su singularidad y en que las mayorías no intentarán más engullir a las minorías... cuando las mayorías descubran que ellas también son minorías, la minoría será la regla y no la excepción”. Singer no se engañaba sobre el tiempo que falta para ese tiempo.