› Por Osvaldo Bayer
En vez de escribir sobre la muerte en las calles reventando autos por religión, o de las bombas de Bush para asegurar su capitalismo democrático, o de Vargas Llosa, que ahora se ha metido a denigrar al Che Guevara en vez de preocuparse por los niños hambrientos de su ex patria, nosotros hoy vamos a hablar de un librero. Sí, de un librero, así de simple, un librero a quien la generación de los ’60 y ’70 hemos proclamado nuestro Librero Mayor.
Sí, claro, no es otro que Hernández, también simplemente así, Hernández. Como le decíamos a su librería, donde nos reuníamos a discutir y buscar las novedades para dar más teoría a nuestras ideas. Damián Carlos Hernández, el de la calle Corrientes, el fundador de la legendaria librería Hernández, donde aquella juventud hablaba de todo, discutía de todo y leía de todo. El librero escuchaba pero recomendaba la lectura de aquél, de éste o del absolutamente nuevo que aparecía en una editorial de barrio. Pero esa librería Hernández, de la calle Corrientes, seguirá el destino argentino. El cierre, la quema de libros, el destierro, el silencio, por algo será.
El cenáculo de las nuevas ideas. El discutir la teoría pura. Hernández, atento, acercando al teórico recién salido. En 1977 llegará la milicada bruta y el templo cerrará. El exilio para el Librero Mayor. La amargura. El regreso como todos en esos fines del ’83. Pero ya la enfermedad del exilio injusto y la muerte temprana en esa nueva época donde se nos quería enseñar a “mirar hacia delante” y no recordar la desaparición de la juventud y sus libros.
El martes estaremos allí en su librería, para recordarlo, a cincuenta años de su fundación. Vamos a estar los que quedamos, los que tenemos la nostalgia de haber mirado sus anaqueles y haberle preguntado a Hernández con tal de escuchar su sabia respuesta. El vivió para los libros, El sacerdote laico de la lectura. “¿Cómo? Bien, si quiere empezar con Marx lea primero esta historia de la Edad Media tardía, lea el capítulo de la rebelión de los campesinos alemanes de 1515, la del obispo Müntzer...” “¿Cómo, anarquismo? Bien, le conviene leer primero algunos capítulos de Proudhon antes de comenzar con Bakunin, y después métase con historia del sindicalismo español, con Pietro Gori, Malatesta y la historia de la FORA. Si no tiene plata, lléveselo, léalo y me lo devuelve después...”
“¿Cómo? ¿Yrigoyenismo? Mire, antes de empezar a leer vaya a la Facultad de Filosofía, donde el centro de estudiantes está dando un seminario, de entrada libre, ahí se debate a fondo. Después véngase por aquí que le voy a dar todo lo que se escribió por los años treinta.” Y así. Damián Carlos Hernández, librero de esa generación. “¿Cómo, usted quiere algo de Scalabrini Ortiz? ¿Usted es estudiante? Bueno, entonces no se lleve la nueva edición, que está cara, allá tengo una edición del ’63 que es igualita y le va a costar unas monedas, espere, se la muestro.”
El libro, la lectura, el saber, el debate. El libro en todo su valor. De la noche a la mañana. De la mañana a la noche clasificando libros, colocándolos según la calidad y no de “best seller”, aconsejando, de la noche a la mañana.
Pero ésa no fue sólo la librería de la juventud pensante de esa época de oro de la búsqueda de soluciones para un país de dictaduras de bastones largos. También de los poetas. He recordado hace poco que allí me encontraba con poetas que hoy ya no se pronuncian más y que merecerían un lugar en el parnaso de un aún no erigido templo de la poesía: don José Portogalo, por ejemplo, con sus largos silencios y de pronto la frase justa, o González Carbalho, con esa sensibilidad adolescente que sabía como ninguno describir los amores en plural, con toda pureza y sensibilidad. O también con Vicente Trípoli, escritor de arrabales, calles de tierra y veranos con sillas en la vereda. Recuerdo cuando ahí en Hernández Trípoli me escribió una dedicatoria en su libro “Che, rubito, adiós”, ese catálogo de pensares y sueños de Rubito, Panadero, Tito, el Negrito, Alberto, Juanín, Carnisa, Nito, Ronquito, Maximino, Cantalicio, el Peca, Chupino... Vicente Trípoli, que se definía como “poeta ignoto, comentarista aliterario, cuentista muy conocido en indescubiertos aledaños, linyera de la consonante y croto de la novelística”.
Allí, en la librería nos encontrábamos y reíamos con Hernández, y otros, de todo el “crotaje idealístico” que nos rodeaba. Para salir de crotos y llegar a proletarios nos faltaba mucho.
No puedo dejar de mencionar también a otro escritor con el cual me encontré muchas veces en lo de Hernández: Orlando D’Aniello, con su libro “Con el pan bajo el brazo”, idioma y tristezas de los inmigrantes en los barrios bien porteños. Y por supuesto, quién si no, don Raúl, el poeta por excelencia, que allí por primera vez me recitó su poesía sobre las tumbas de los obreros patagónicos fusilados. Versos que me quedaron en el alma.
“En Santa Cruz, entre el mar y los montes yo he visto el pequeño cementerio de los huelguistas fusilados.
Unos, mal enterrados en la fosa abierta por ellos asoma la punta del zapato con tierras y lagartijas.”
González Tuñón en la Librería Hernández. ¿Qué tal? Allí, en rueda de sueños, entre libros, poetas, autores. Pero lectores, lectores y un librero sabio. Hernández. El martes a la noche lo vamos a recordar en su librería de calle Corrientes. Y va a estar listo un libro sobre él escrito por sus amigos, los que iban a su librería a escucharlo y a leer sus libros.
En el prólogo propongo algo: “Sueño que alguna vez se levante en alguna plaza de nuestra ciudad una escultura en homenaje al Librero. Sí, en general a los libreros, pero estoy seguro que por más que tenga otro rostro, el tiempo va a ir dándole a esa escultura el rostro de Damián Carlos Hernández. Y al lado de él van a ir creciendo apilados libros de bronce, y su mano los va a acariciar. Y a sus pies, un gusano con botas, el teniente coronel Gorleri, que quemó en el ’78 libros ‘por Dios, Patria y Hogar’. Quemador de libros ascendido a general por Alfonsín. Realidades argentinas. Y ojalá que pronto la ciudad tenga una calle con el nombre ‘Librero Hernández’, y esa calle vaya poco a poco poblándose de librerías. Será el momento entonces en que los porteños no necesiten otros templos, las librerías les van a bastar para investigar el alma, el cuerpo, el futuro, cómo llegar a la felicidad de los pueblos o por lo menos mantener la ilusión de la utopía. Damián Carlos Hernández, Librero Mayor de nuestra generación”.
Cuando me llegó noticia de la muerte del librero Hernández, aquel 6 de febrero de 1987, me imaginé que habría emprendido el vuelo hacia arriba por la calle Corrientes, en la misma dirección que en enero de 1919 habían marchado los obreros para luchar por las ocho horas de trabajo. Y que fueron masacrados por la policía y el ejército en la Semana Trágica. La misma dirección, Hernández, volando esta vez acompañado por cientos de libros abiertos, con sus páginas como alas.
(Prometo que en mi próxima vida seré librero y pondré una librería en la calle Corrientes, enfrente de Hernández, para hacerle la competencia. Entonces sí que la palabra “competencia” tendrá su verdadero significado.)
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