Dom 04.03.2007

CONTRATAPA

Scorsese, el que ríe último ríe peor

› Por José Pablo Feinmann

Suben tres glorias al escenario la noche de los Oscar. Uno, abundoso, con barba y con muchas canas en la barba, con labios gruesos, sonriente. El otro, también sonriente, une sus manos a la espalda y se apresta a participar de algo que le agrada, que lo confirma en todo lo que cree y que incorpora al Olimpo de los Ganadores al Eterno Postergado. El tercero, que también sonríe (en suma: los tres sonríen) tiene carita maliciosa, nariz de Talmud y representa lo más concentrado del poder de Hollywood. Están actuando una escena. Una ficción. Una mentira que les divierte. Ya saben quién ganó el Oscar. Es mentira que nadie sabe quién habrá de ganar las estatuillas. Si no, estas cosas no serían así. No bien uno vio subir al podio de la gloria a Coppola, a Lucas y a Spielberg uno supo que el ganador era Scorsese y que sus talentosos compañeros de la generación rebelde del setenta estaban ahí, donde ahora están, esperándolo para darle, ellos, la estatuilla. No es la primera vez que ocurre. Sophia Loren subió al podio cuando hubo que entregar un Oscar al mejor film en lengua extranjera. Abre el sobre e inaugura una costumbre. Exclama: “¡Roberto!” El ganador era Benigni, que había dirigido La vida es bella. Benigni, entonces, hace lo que todos los norteamericanos desean y esperan que haga: que sea el latino vital, jocoso, colorido, risueño, en suma, ridículo. Benigni les da el gusto. Corre hacia el fondo del auditorio y regresa saltando por los respaldos de las sillas. Le pisa la cabeza a Billy Bob Thorton, que, muy civilizado, se la deja pisar. Llega al escenario. Besote a la Loren. Micrófono y a decir cualquier cosa exagerando su mal inglés. Así se hace: los latinos escasamente forman parte de la razón. Su mundo es el de los instintos. El del vino, el de la comida, el de las canciones. ¿Recuerdan a los dos italianos de La dama y el vagabundo? Lady y Tramp –los perros– parecen duques británicos al lado del cantinero y su mozo, parlanchines, jocosos, grotescos. Cuando esa peli de Almodóvar (ah, sí: Todo sobre mi madre) concursaba también por mejor film en idioma extranjero, ¿quién aparece?: Penélope Cruz, hermosa como siempre. Uno, ahí, ya dice: “Ganó Almodóvar”. Penélope abre el sobre y hace la remake de Loren. Mira hacia el auditorio en busca de su amigo triunfante y no grita “¡Roberto!”, ya que Almodóvar no se llama así, pero grita, sensatamente, “¡Pedro!”. ¿Qué hace Pedro? El ridículo. Sube al escenario, empieza a hablar y ya advertimos la “broma” que planearon con Penélope y Antonio Banderas, quien, inesperadamente ha aparecido en el escenario. Pedro habla y habla y habla hasta que Penélope y Antonio, tironeándolo de brazos y piernas, consiguen retirarlo del espacio de la gloria. Billy Cristal, que es muy malo cuando quiere y suele quererlo, apareció en pantalla, miró hacia Almodóvar, cuya gloria sin duda desconocía hasta un grado, digamos, absoluto, profundo y eterno, y dijo: “Qué tipo más gracioso”, como si escupiera de costado. Curiosa actitud la del colonizado que, en casa del colonizador, le exhibe la cara que éste quiere ver cuando, generoso, deja caer algunas migas de su banquete persistente, inagotable. “Seamos como ellos quieren vernos. Seamos tontos, ridículos, risibles, tal vez nos quieran más. Tal vez adviertan que no somos peligrosos. Que sólo deseamos algunas sobras de la gran comilona de una gloria desbordante que para ellos, lo sabemos, es efímera, pero, para nosotros, absoluta. Con una sola caricia del Amo somos, en nuestras aldeas, millonarios para siempre, reyezuelos admirados como dioses, pues entre dioses hemos estado.”

Asombra lo de Scorsese. Amable cortesano, hombre del establishment, ya sabíamos que no era previsible esperar nada desestructurante de él. El Imperio –mejor que los estructuralistas– arma sus estructuras y, quienes entran en ellas no suelen salir. Si a usted o a mí –cosa rara sería, es cierto– nos nominaran alguna vez por algo, seríamos automáticamente miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Podríamos votar todos los años. Podríamos decírselo a nuestros amigos, que, verdes de la envidia, nos preguntarían: “¿Por quién vas a votar: por Hellen Mirren o por Meryl Streep?”. Y uno respondería esa pregunta haciéndole sentir al que la formuló que de nuestra decisión depende que sea Hellen, que sea Meryl. Tiene, uno, también un espacio para aparcar su coche, pero debe pagarse el pasaje a California y el auto. Pero vuelvo a Scorsese. Aunque no directamente. Antes, un par de cosas. Paul Newman mereció ganar muchas veces la estatuilla. Su personaje Eddie Felson en la temprana The Hustler, ésa en la que hacía un billarista que se mete con Piper Laurie, memorable, y le gana una partida feroz y final a Jackie Gleason (creo que durante estos días lo llaman El jugador a este black and white film de culto), ya merecía ganar ahí. Después lo mereció muchas veces más. Ya lo merecía, antes de El jugador, por El estigma del arroyo. Al final, lo ganó tardíamente, de apuro, por un trabajo inferior a los que ya había hecho. Oigan, Newman no fue a la ceremonia. Estaba filmando fuera de California y mandó una paparrucha filmada. Aparecía muy serio, decía que no podía asistir y agradecía, con voz no helada, pero monótona, cansina, a la Academia. Brando mandó a una india. Se la tuvieron que aguantar: la india habló de los derechos de los indios y se fue. George C. Scott lo rechazó. Pero Karl Malden (gran actor, pero hombre de hierro del establishment de Hollywood) lo recibió por él. Scott no trabajó jamás en un proyecto importante: destruyó su carrera esa noche.

A mí me gustó que Martin ganara su Oscar: ¡era tanto lo que deseaba ganarlo que debía ser infinita su necesidad de tenerlo! Scorsese es un hombre de Hollywood. Apadrinó, de la mano, a Kazan cuando le dieron su Oscar honorario. Se sabe: Kazan denunció a mucha gente durante el macartismo. Se sabe: Kazan, en Broadway, montó la primera representación de la pieza de Arthur Miller La muerte de un viajante, con una interpretación de Lee G. Coob, como Willy Loman, que ha permanecido y seguirá permaneciendo como la más perfecta que se haya hecho. Kazan hizo Al este del paraíso, la mejor película de James Dean, basada en la novela de John Steinbeck. Complejidades de la naturaleza del hombre: el director, Kazan, capaz de lograr glorias interpretativas por parte de Dean y Raymond Massey y Jo Van Fleet en esa película dolorosa y, a la vez, tan sublime como puede llegar a ser el amor de un hijo por su padre y el arduo camino para obtener de éste un reconocimiento, tardío, que surge del último aliento de la vida pero, de todos modos, alcanza, colma, Kazan, digo, fue un delator. Un tipo que entregó a sus compañeros a la masacradora maquinaria macartista. Y Scorsese –cuando Kazan, algo solo en el escenario, con su Oscar honorario y sin coraje para decir, aunque sea, “me equivoqué, fui débil y pido disculpas a quienes herí, a quienes perdieron por mis palabras de soplón sus trabajos y sus sueldos para mantener a sus familias”– obedeció cuando ese hombre cobarde –más cobarde que nunca esa noche– dijo: “¡Martin, vení aquí, al lado mío!”. Y ahí fue Martin y lo ayudó a salir del escenario. Y Martin no es amigo de Jules Dassin, tan valioso como Kazan, pero perseguido y prohibido, y Dassin jamás tendrá su Oscar honorario. “Hay que pertenecer.” “Hay que estar.” “Hay que obedecer.”

¿Por qué no ganaba Scorsese? Nadie podrá saberlo. Debió ganar irrefutablemente con Taxi Driver y Toro salvaje. O con Buenos muchachos o con Casino. Pero con las dos primeras, que no haya ganado, fue una injuria. Y no debió perdonarla. Ultimamente daba pena. Filmaba para ganar el Oscar. La Academia –era claro– le había dicho: “Danos una buena película, sólo eso. No pretendemos Taxi Driver ni Toro salvaje. Apenas una buena película y el Oscar es tuyo”. Se lo dieron por ésta. Se lo dieron, amorosamente, sus tres buenos amigos de la industria: Coppola, Lucas, Spielberg. Ahora están en paz. Todo está en orden. Pero hay algo incómodo en esta historia. ¿Se cierran los olvidos (y los dolores que en un artista producen los olvidos, la falta de reconocimiento) con una estatuilla tardía a propósito de un film que será bueno pero no es una gran obra sino una gran excusa? Imaginemos lo imposible (para eso está la imaginación): Scorsese sube, recibe la estatuilla y dice: “Señores, les dejo aquí, sobre esta tarima, este Oscar que sirve para serenar a ustedes pero no para alegrarme a mí. Lo hubiera necesitado hace veinte años, cuando tenía dudas sobre mi talento. Ahí es cuando un premio ayuda a un creador. Ahora sé lo que valgo y, contrariamente a Blanche Du Bois, no necesito vivir de la bondad de los extraños”. Sus tres amigos lo aplauden a rabiar. Contagiado, el auditorio se pone de pie. Al día siguiente, en las primeras planas de los diarios se lee: “Scorsese, de espaldas al Oscar pero de frente a sí mismo”. Habría sido preferible. Porque la última risa no es la mejor. O no siempre lo es. A veces es la patética carcajada de los que mendigaron algo que les llegó demasiado tarde.

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