Lun 05.03.2007

CONTRATAPA

Un día en la vida del doctor Gómez

› Por Horacio Fontova

–¡Erecciones, erecciones, Dr. Gómez! –gritaba el valet, alisando su chaleco a rayas mientras el Dr. Gómez daba vueltas en la enorme cama. Era el día del Teresio y estaba amaneciendo en Arrendina, aquel extraño país de arrabales melancólicos.

El Dr. Gómez se levantó enfundado en su pijama de seda, se sacudió sudoroso y exclamó:

–¿Erecciones, Porkyns?

–Sí, creo que de candidatos, doctor –respondió el valet.

–¿Candidatos a qué, Porkyns?

–Creo que de candidatos a candidatos, doctor.

El Dr. Gómez sabía que algo nuevo iba a suceder aquel día del Teresio. Mientras se duchaba y refregaba jabón por sus pliegues pensaba: “¿Qué pasará esta vez?”

El sabía lo que era eso que llaman proselitismo porque había trabajado toda su vida como cirujano esteticista arreglando candidatos para partidos políticos. Ahora, ya retirado, se dedicaba a pasar los últimos años de su vida en su mansión de la elegante zona de Oligos con quien lo acompañó durante tantos años, su valet Porkyns.

Bajo la ducha todavía, el Dr. Gómez comenzó a recordar a algunos de esos personajes de la política que había tenido en sus manos. Más de uno había sido cortado y vuelto a coser, y hasta hubo a quien se le extirpó una joroba. Todos terminaban luciendo el colmo de agradables, desprovistos de verrugas, granos y hasta de funciones inadecuadas como defecar, orinar o exudar mucosidades por la nariz.

Recordó a uno, el Dr. Cogumelli, que terminó protagonizando un escándalo mayúsculo en plena campaña.

A este Cogumelli, Gómez lo fue transformando de a poco en un curioso androide a medida que iban llegando los nuevos modelos de candidatos usados en el Norte. Recordaba cuánto trabajo le había llevado este fenómeno.

Ocurrió que en cierta ocasión, al Dr. Gómez se le colaron algunas neuronas de un candidato brasileño en el cerebro de Cogumelli, producto del cansancio. Esto hizo que en medio de uno de los discursos finales de su campaña Cogumelli se pusiera a cantar desaforadamente: ¡E vocé aí, me da um dinheiro aí, me da um dinheiro aí!, hasta tener que sacarlo del palco babeando enloquecido en medio del estupor de sus partidarios.

Por supuesto, volvió a manos del Dr. Gómez, quien lo desarmó, conservó las partes utilizables y el resto fue a parar a una fábrica de salchichas subsidiaria de una de las grandes agencias de publicidad que solventaba la fabricación de estos personajes.

–¡Cuántos recuerdos! –pensaba el Dr. Gómez, mientras se secaba la zona varicocélica. Porkyns esperaba impertérrito con algunas ropas colgando en sus brazos.

–¿Qué tal si celebramos el día del Teresio como corresponde, eh Porkyns, y después de votar almorzamos algo de vaca?

Ya vestido, el Dr. Gómez tomó su perinola de votar, Porkyns tomó la suya, y salieron rumbo a la mesa erectoral que les correspondía.

La zona de Oligos estaba más tranquila que de costumbre ese día en que en Arrendina se adoraban imágenes del antiguo Teresio, muchas de ellas de humilde plástico marrón. Otras, como las que se ostentaban por los pagos de Gómez, de ébano reluciente.

Conducida por Porkyns, la aerodinámica “voiture” avanzaba silenciosamente por las hermosísimas costaneras de Buen Carbono, la capital de Arrendina, con el Dr. Gómez arrellanado en el asiento posterior.

Ya llegando a la mesa erectoral de un colegio de la orden de las Rositas, Gómez le espetó a Porkyns de mal humor:

–¡Aquí vamos a hacerla bien corta, Porkyns, me muero de hambre!

Una turba de religiosas le dio una acalorada bienvenida, lo acompañaron hasta el cuarto de votar prodigándole mil y una galanterías a este viejo personaje que también tenía su historia en el rubro religioso.

Una vez dentro del cuarto, el Dr. Gómez observó la negra mesa redonda circundada por las fotos de todos los candidatos, tomó su perinola y la hizo girar en el centro. Luego de un par de giros, fue chupada velozmente por la foto de uno de estos señores, se encendió la luz de “Tilt” y así Gómez, aliviado y secándose con las toallitas que para tal fin había en toda mesa erectoral, salió y con una palmada en la espalda lo invitó a pasar a Porkyns.

El Dr. Gómez esperó un buen rato charlando a diente descubierto con algunas religiosas y firmando autógrafos a muchos votantes que lo habían reconocido. Al rato salió Porkyns y en medio de vivas y aplausos se encaminaron a la salida y abordaron la voiture. Porkyns metió pata hasta Oligos, donde los esperaban unos buenos trozos de carne para ser preparados deliciosamente como siempre lo hacía el noble valet.

El Dr. Gómez se quitó la ropa y envuelto en su elegante robe de chambre se puso a buscar algo de música, sosteniendo en una mano un vaso con finísimo “bourbon” de Dallas.

Con el majestuoso fondo de Wagner fue hasta la cocina, donde Porkyns manipulaba carne y especias.

Apoyado en el marco de la puerta y haciendo tintinear el vaso, lo observó sonriendo en silencio, hasta que a boca de jarro le preguntó:

–¿Por quién votaste, Porkyns?

Porkyns tardó algo en darse vuelta y luego, tieso, le respondió: “El voto es secreto, Dr. Gómez”, mientras de uno de sus ojos brotaban lágrimas producidas por la cebolla.

El ojo que había pertenecido a un viejo político arrendino, y que ahora formaba parte de los requechos con los que estaba armado Porkyns, el silencioso valet.

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