Sáb 27.07.2002

CONTRATAPA

NOTA AL PIE

› Por José Pablo Feinmann

Hay todo tipo de notas a pie de página. Ultimamente los libros ya casi las han abandonado porque los perezosos lectores de estos tiempos las pasan por encima. Sin embargo, en los viejos grandes libros esas notas siempre están, son el aliento paralelo de todo ensayo y, a veces, su aliento principal. Sartre, por dar un ejemplo, en la Crítica de la razón dialéctica, un libro al que entregó literalmente su vida, pone a pie de página una de sus fórmulas centrales: “el principio antropológico de definir al hombre por su materialidad no contradice al principio epistemológico de partir de la conciencia”. El postulado figura a pie de página. Pero todos los que han leído ese libro han llegado a saber que esa nota es insoslayable y que tal vez Sartre le dio esa forma, la de nota al pie, para tornarla más inevitable. Recuerdo, aquí, un gran cuento de Walsh en el que las notas al pie se comen al texto principal. No se trata del caso que quiero comentar. La nota sobre la que propongo volcar nuestra atención es de Marx, pertenece al primer tomo de El Capital y no pretende ser insoslayable ni inevitable ni devorarse nada. Pero, como suele ocurrir, los tiempos otorgan actualidad estridente a textos que no parecían tenerla.
La cuestión es así: Marx viene analizando los orígenes del capitalismo, su surgimiento, y cita un texto de un hombre ya poco recordado, conjeturo, en su época, William Howitt. La cita es como sigue: “Del sistema colonial cristiano dice William Howitt, un hombre que del cristianismo ha hecho una especialidad: ‘Los actos de barbarie y los inicuos ultrajes perpetrados por las razas llamadas cristianas en todas las regiones del mundo y contra todos los pueblos que pudieron subyugar, no encuentran paralelo en ninguna era de la historia universal y en ninguna raza por salvaje e inculta, despiadada e impúdica que ésta fuera” (El Capital, Siglo XXI, Vol. III, p. 940). Y ahora viene la nota a pie de página. Leída en otra época de la historia, en cualquier otro momento del siglo XX, no diría lo que hoy dice. Veamos. Dice entonces, a pie de página, en la nota 241, Marx: “Debe estudiarse este asunto en detalle para ver qué hace el burgués de sí mismo y del trabajador allí donde puede moldear el mundo sin miramiento, a su imagen y semejanza”. Marx, sin vueltas, identifica capitalismo y cristianismo. Obsérvese que recurre a William Howitt, “hombre que del cristianismo ha hecho una especialidad”, para extraer una central conceptualización del capitalismo: Veamos, propone, qué hace el capitalismo, el burgués, cuando no tiene resistencias, cuando moldea el mundo a “su imagen y semejanza”.
Esta simetría de intereses y simbologías entre el capitalismo y el cristianismo fue exhaustivamente trabajada entre nosotros por León Rozitchner en La Cosa y la Cruz. En uno de sus textos más lúcidos y estremecedores, Rozitchner establece un paralelo entre el torturado de la Cruz y los torturados del poder militar, poder al que amparaba una Iglesia que daba consuelo y fortaleza a su conciencia. Escribe Rozitchner: “Hay que tener presente que la imagen del crucificado fue primero la aterrorizadora amenaza de la dominación romana en cada sujeto vivo. A esa imagen se le agrega ahora, en nosotros, la del desaparecido, encapuchado, torturado y asesinado por nuestros militares, héroes convocados otra vez por la figura de la madre Virgen, santa generala de las fuerzas armadas, apoyados por la Iglesia que, coherente, santificó la tortura nueva sobre el fondo de la tortura antigua” (Losada, p. 22). De esta forma, la Ciudad de Dios agustiniana se puso al servicio de los intereses y de las metodologías más aberrantes de la Ciudad del Capital. (Sobre el tema Iglesia y dictadura está el libro de Emilio Mignone y también puede consultarse un libro reciente de Hugo Vezzetti que hace un seriotratamiento de ese libro y extrae impecables conclusiones: Pasado y presente, Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, siglo XXI.)
En suma, en sus orígenes, basándose en la evangelización colonizadora de la Cruz, el burgués moldea un mundo a su imagen y semejanza en medio de horrores sin extremos. Y aquí es donde la cita de Marx, esa mera nota al pie, adquiere una densidad excepcional. Marx señala no sólo lo que el burgués hace del “otro”, sino lo que hace de sí mismo, algo que nos remite otra vez al tema de la tortura. En la tortura (llevado a los extremos del dolor y la indignidad, la humillación) pierde su humanidad el torturado, pero también el torturador, ya que en el acto de torturar se constituye en torturador y pierde su dignidad humana. Más allá, sin embargo, de esta anotación antropológica (una, en verdad, exacta antropología de la tortura), la frase de Marx se torna inesperadamente poderosa porque hoy, ahora, otra vez, desde el llamado fin de la Guerra Fría, desde la instauración de la sociedad de libre mercado a nivel planetario, el capitalismo moldea un mundo, este mundo, “a su imagen y semejanza”. Este mundo es el mundo del Capital. Esto hace con el mundo, con los hombres, con la condición humana, el capitalismo cuando nada se le resiste, cuando lo moldea a su arbitrio, cuando explicita sin miramientos ni contenciones su ambición ilimitada, su pragmatismo, su moral basada en el egoísmo del sujeto económico individual, su concepción de la sociedad como un campo de enfrentamientos al que llama “libre competencia”. Capitalistas del mundo, este planeta arrasado por el hambre, la desigualdad, la violencia, la inexistente distribución de la riqueza (hoy ya casi es absurdo hablar de la distribución de la riqueza, dado que lo único que existe es su concentración), la mortalidad infantil, el destrozamiento de la naturaleza sometida a la más exasperada instrumentalidad técnica, a la más avariciosa concepción de la conquista de lo natural en servicio de la riqueza de las empresas industriales, este mundo es el de ustedes, el que hacen ustedes cuando nada se les opone, cuando lo hacen “sin miramientos”, a imagen y semejanza de ustedes mismos.
¿Cuál sería entonces la conclusión de la escueta nota de Marx? No es posible dejar en manos del capitalismo el gobierno de este mundo. Se destruirá a sí mismo, destruirá a todos los seres humanos y, por fin, destruirá el mundo. Es imperiosa una fuerza, no sólo antiglobalizadora, sino anticapitalista. Esos esfuerzos se han hecho en el pasado y el fracaso de los mismos ha llevado al capitalismo al estadio triunfal en que hoy se encuentra, a su impunidad. Se opuso el estatismo a la libertad del capital. Se instauraron dictaduras supuestamente encarnadas en clases redentoras que no lo fueron sino que delegaron su redentorismo (o mejor aún: ese redentorismo les fue arrebatado) en aparatos partidarios, burocráticos y dogmáticos. Se recurrió, como arma de liberación, a revoluciones basadas en el esquema de la Revolución Francesa: dictadura y violencia represiva, sangrienta; ese esquema de lucha contra la tiranía terminó siempre instaurando otro rostro de la tiranía. Para, claro, alegría de la Ciudad del Capital. Se trata de buscar otros caminos, de inventarlos, de combinar lo mediato y lo inmediato, de no olvidar nunca que lo verdaderamente opuesto a la Ciudad del Capital es la concepción del hombre, no como ser de competencia, sino como ser para el Otro, como ser para el grupo, no como ser aislado en su economicismo, sino como ser participativo por su antropología solidaria y combativa. Lo urgente es que el Capital sienta que no puede hacer lo que se le dé la gana. Que tiene resistencias. De lo contrario, de puro torpe y avaricioso que es se destruirá a sí mismo, no para dar nacimiento a nada que lo supere, sino por la pura y ciega destrucción, en la que arrastrará a todos. Acaso no necesite decirlo, pero no hay quien ignore hoy (entre quienes no quieran ignorarlo) que la pandilla de petroleros texanos que encabeza George Bush encarna impecablemente ese capitalismo desbocado, nihilista, ciegamentedevastador, arrojado a sus propios impulsos incontenibles, sin fronteras, al que Marx se refería en su sencilla nota al pie.

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