› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Hay acontecimientos históricos que, en el acto mismo de acontecer, no dejan duda alguna en cuanto a su trascendencia, a su inmediata inmortalidad. Son minutos que nacen ya con vocación y destino de eternidad, y el siglo XX estuvo lleno de ellos. Pensar en un tipo nada gracioso con un bigote de cómico, en átomos mutando a hongo atómico en desierto top-secret, en una bala destrozando el cráneo de un presidente con look de estrella de cine, en un astronauta dando un pequeño paso para él y un gran paso para la humanidad, en cuatro tipos tocando en vivo por última vez sobre un tejado de Londres, en una multitud alucinada cantando aquello de “Tras su manto de neblina, no las hemos de olvidar...”, en un muro derribado a martillazos después de tanto tiempo de hoz y martillo... Ustedes elijan, hay de sobra, nadie se va a quedar sin el suyo.
Están también los acontecimientos históricos aunque secretos. Llamémoslos acontecimientos prehistóricos: los que nunca fueron registrados pero que, aun así, desde sótanos y altillos, se las arreglaron para ser la chispa del incendio por venir o la primera gota del diluvio por caer. El Efecto Mariposa, le dicen: la vibración de las alas de un insecto de Pekín como sinuosa pero directamente responsables de un terremoto con epicentro en el barrio chino de San Francisco o, tal vez, un proto-hombre matando a otro proto-hombre para robarle las pinturitas porque sintió unas incontenibles ganas de ponerse a pintar bisontes en una caverna de Altamira, España.
Y están los acontecimientos histéricos: aquellos que forman parte de la Historia, que son protagonizados o realizados por próceres y profetas, pero que apenas brillan por un momento y luego se extinguen, que resultan importantes en el momento pero enseguida son devorados por logros más importantes o por delitos más graves del héroe o infame en cuestión.
Ayer vi uno de estos acontecimientos histéricos.
DOS Lo vi por televisión, dentro de esa caja cada vez menos boba donde suelen quedar atrapadas estas situaciones. Lo vi en el canal de noticias de la Fox. Lo vi a él otra vez, no avanzando desde el fondo de un pasillo imperial –como solía hacerlo hasta hace poco, acercándose con ese andar de robotito y esa carita de falso mejor alumno– hasta alcanzar el estrado sino, ahora, entrando por una muy cercana puerta del costado, casi pegada al atril. Supongo que el cambio de perspectiva habrá sido recomendación de algún asesor de imagen, alguien que dijo algo así como “Entre rápido, diga lo que tiene que decir, y salga de allí aún más rápido de lo que entró”. Pero no. Algo salió mal. Porque George W. Bush –recientemente coronado por las encuestas como el peor presidente en toda la historia de los Estados Unidos– abrió la puerta, pasó al recinto, y entonces sucedió algo imprevisto: Bush se confió en que bastaría con un leve impulso para cerrar la puerta a sus espaldas. Pero no fue así. La puerta se quedó a mitad de camino y Bush se dio cuenta de que la cosa –otra cosa más– no había salido según lo planeado y retrocedió unos pasos y alargó el brazo, pero la mano no llegaba hasta el picaporte y ahí se quedó, por un segundo tan largo, preguntándose ahora qué hago, la cabeza sacudiéndose como la de uno de esos perritos en los taxis argentinos. Finalmente, Bush decidió continuar su trayectoria prefijada hasta los micrófonos y decir aquello que alguien le dijo que dijera y que él repitió con el mismo convencimiento zombie con que proclamó aquello, vestido de piloto top-gun, sobre la cubierta de un portaaviones, hace casi cuatro años, épico y mordiéndose el labio: que la guerra había terminado y que habían ganado los buenos y todo eso. Ahora, con la puerta entreabierta a su izquierda, cientos de miles de civiles iraquíes y 3200 soldados norteamericanos muertos más tarde, Bush pidió paciencia, dijo –refiriéndose a una guerra que ya había dado por ganada– que “Cuatro años después del inicio de la guerra, creo que podemos ganarla”, insistió en el envío de nuevas y frescas tropas a batallas sin frente y volvió a asustar a los televidentes con la posibilidad de que una retirada se traduzca en otro 11-S. Y a no olvidarlo: el hombre que pronunciaba ese discurso/monólogo está convencido de que está allí por voluntad divina, que es un elegido de Dios, que su palabra es ley celestial y que su misión es la de derrocar a las huestes infernales, etc. De ser esto cierto, está claro que Dios se ha cansado de nosotros y que –todavía faltan tantos meses para que este aparato sea desenchufado de la Casa Blanca, queda tanto por deshacer– en el octavo día decidió que iba a enviarnos un arma de destrucción masiva de carne y hueso. Y Dios vio que era malo. Muy. Y aquí está Bush, frente a las cámaras, convencido de que todavía puede convencernos de lo imposible, hablándonos fijo con dicción de vendedor de tónico capilar y mirando, de reojo, a esa maldita puerta que no se cierra y de la que, seguro, brota una desértica y arenosa corriente de aire frío.
TRES Cuatro años más tarde, los números dicen que ya nadie cree en ninguno de los argumentos que la Administración Bush Jr. utilizó como coartada para iniciar el rodaje de una película que se titularía Los ladrones de Bagdad y que, se suponía, sería de rápido rodaje y exitoso estreno. Un 65 por ciento de los norteamericanos pide que se levante el campamento y que los chicos vuelvan a casa, 9 de cada 10 iraquíes están seguros de que tendrán una muerte violenta (cabe pensar que ese 1 restante está en coma o es un optimista incorregible), es tan perturbadoramente fácil cambiar la k por una n en los mismos discursos para que se lea Irán donde antes se leyó Irak, y los especialistas apuntan que no es que se cumplan cuatro años, sino que se entra en el año número cinco con equivocados modales inequívocamente vietnamitas.
Me acuerdo perfecto. Hace cuatro años, me quedé despierto para ver el comienzo de la guerra en vivo y en directo. Cansado de esperar a que sucediera algo que no quería que sucediese, me fui a dormir a las 3 de la mañana. Al despertarme horas después, fui a la cocina, me serví un café, encendí el televisor y ahí estaba lo anunciado por este hombre que –entonces respaldado por su Acto Patriota y buena parte de la comunidad internacional– se disponía a terminar lo que su padre había dejado inconcluso. Cuatro años después –decapitados y secuestrados y torturados y bombas en discotecas y en trenes y en subtes y muertes en todos lados– la canción sigue siendo la misma, pero suena cada vez peor. Y quien la canta (quise volver a verlo, volver a mirar ese acontecimiento histérico y ya no estaba, había sido editado por los noticieros por, seguro, no considerarlo importante, pero aun así...) es un hombre que afirma saber cómo solucionar todos los problemas de este mundo, pero que ni siquiera sabe cómo cerrar esa puerta que él mismo abrió.
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