› Por Leonardo Moledo
Un investigador de Minnesotta, Estados Unidos, llamado Gordon Bell (trabaja en Microsoft) en el año de gracia de 2000, y tras comprobar que el Y2K no había sido más que un escandaloso fraude, puso en marcha un curioso experimento: almacenar toda, absolutamente toda, la información que emitía y recibía. Con un terabyte (mil gigabytes) –tal era su hipótesis– se puede guardar toda la información que contiene una vida humana, desde los primeros llantos de la infancia hasta todas las palabras emitidas, las canciones cantadas, los movimientos hechos, los pensamientos pensados, sin olvidar ni dejar pasar ningún detalle ni los últimos suspiros. Dada la tendencia a la miniaturización, y puesto que ya los pendrives de uno o varios gigabytes corren como agua, nada impide pensar en que se reduzcan mil veces y –si Gordon Bell tiene razón– pronto tengamos pendrives que almacenen nuestras vidas como antes se guardaban los álbumes de fotografías y que cualquiera pueda llevar la totalidad de una persona en su bolsillo.
¿Y después qué? Con 6 mil millones de terabytes se puede almacenar la vida de toda la humanidad, y seguramente con algunos ceros más agregados al número de terabytes se podrá guardar toda la información que la humanidad posee o poseyó; nada parece poner límites a la miniaturización.
Estaba yo contando esto cuando alguien me preguntó: ¿se podrá construir finalmente un pendrive que almacene toda la información que existe en el universo? A lo cual varios interlocutores no veían obstáculo alguno. “Depende”, dije yo. “Un pendrive que almacene toda la información del universo se podría construir siempre y cuando no existan los números, porque si los números existen objetivamente en el universo, el pendrive tendría que almacenarlos también y tendría el tamaño de un Aleph. Aleph es el primero de los números infinitos (transfinitos) de Cantor, y mide la cantidad de números naturales 1, 2, 3, 4, entre otras muchas cosas.
Si los números existen, cosa que está por verse y sobre lo cual no se ponen de acuerdo los filósofos, el pendrive debería ser infinito, y por lo tanto imposible de construir.”
“Sin contar –seguí– con que si, si los números naturales existen (1, 2, 3, 4, 5,..., etc...) existen también los números reales (los representados por los puntos de una recta que son infinitos también, pero son `más infinitos’ que los números naturales, y que la serie de infinitos cada vez más grandes sigue y sigue sin terminar nunca... ¿qué pendrive puede seguir esa serie, si los números naturales existen? El único consuelo es pensar que los números naturales son solamente una ficción y entonces, quizás...”
La referencia era inevitable.
–¿Pero entonces el Aleph de Borges, que incluye toda la información del universo, no es posible?
–En la ficción, puede ser –dije–, pero aun en la ficción el Aleph de Borges es un objeto contradictorio y paradójico si es que existen los números: ocurre que todo conjunto tiene lo que se llama “conjunto de partes”, formado por todos los pedazos de ese conjunto: así, el conjunto de partes de (1, 2, 3), es: ((1), (2), (3) (1,2), (1,3), (2,3)) y es siempre más grande que el conjunto original. Y si el conjunto original es infinito, Cantor demostró que el conjunto de partes de todas maneras es más grande, “más infinito” que el conjunto de partida que jamás puede contener a su conjunto de partes.
Ahora, Borges afirma: “¿Cómo transmitir a los otros el infinito Aleph que mi memoria apenas abarca? (...) El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba allí sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América (...), vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra (...) y sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.
Es decir, admite haber visto el Aleph y todas las partes del Aleph, hecho matemáticamente imposible si existen los números. Pero Borges habla del tercer escalón, en el descenso al sótano, es decir, acepta los números, en una flagrante contradicción. Como le ocurriría a Gordon Bell si en vez de guardar toda la información de una vida quisiera encerrar en un pendrive el universo entero, números incluidos.
–¿Y si los números no existieran? –preguntó alguien.
–Si los números no existieran –dije–, todas esas cosas serían posibles, pero prefiero el silencio.
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