› Por Sandra Russo
Hace unas semanas confesé mi debilidad por Gran Hermano desde su primera edición, cuando Solita todavía le daba un halo épico al hecho de encerrarse voluntariamente en una casa con gente desconocida y ser filmado las 24 horas. En eso consistía su arenga de cada gala, para que los “valientes” resistieran en su condición de ratas de laboratorio.
La llegada, este año, de Jorge Rial, viró radicalmente el concepto del juego. Intentó con “hermanitos” pero lo dejó rápidamente de lado, y se zambulló a hacer lo que mejor le sale: recargar, con su presencia, el otro lado del juego, el que no tiene que ver ni con la resistencia ni con las trampas emocionales del encierro filmado. El Gran Hermano de Rial es el del énfasis crudo clavado en la estrategia. Lo que se observa, lo que se analiza, lo que se celebra, son las estrategias, como si cada uno de los jugadores estuviera riendo, llorando, flirteando, puteando, desesperando de acuerdo a una estrategia.
Quizá sea bueno aclarar que esa mirada construida tan al sesgo de una sola variable pertenece al reino de las muchas ficciones de Gran Hermano. Como producto televisivo, como texto pasible de ser interpretado desde la semiología, el Gran Paquete Gran Hermano es un habla mítica, que este año eligió transmitir un metalenguaje que es apasionante de descifrar. No por el programa en sí mismo, sino por los sobreentendidos colectivos por los que se desliza y, en consecuencia, por todo aquello que Gran Hermano dice no sólo de los que lo juegan sino además de los que lo miran.
El acento puesto en la estrategia no alcanzó, pese a podría haberlo hecho, un clímax que Rial hubiese disfrutado, y cómo: la entronización del perfecto canalla, de la que nos hablaba Roland Barthes en su ensayo sobre el catch.
Allí, en aquel espectáculo de masas surgido en las primeras décadas del siglo pasado en oscuras salas parisienses, el catch daba curso, en los espectadores, a una convención entre todos: “Al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía en la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia”. Barthes distinguía el catch del boxeo porque en este último, un deporte codificado, de lo que se trata es de presenciar un ascenso hacia el triunfo o un descenso a la derrota. En el catch, en cambio, a los espectadores no se les ofrece ninguna progresión más que la de seguir en el ring. Lo que atrae a los espectadores no es una historia que se construya frente a sus ojos, sino la posibilidad de imágenes momentáneas que revelen un fluir de pasiones.
Igual que en Gran Hermano, en el catch no hace falta “sentir”: los dos son espectáculos basados en grandes gestos. Es la gestualidad de sus personajes lo que el público aplaude o abuchea. En el catch, la ampulosidad de las expresiones de ira, humillación, amenaza o soberbia es lo que enloquece al público, que tiende a identificarse con el canalla. El catch es según Barthes un habla mítica que desahoga una pulsión siempre invisibilizada: el apoyo al amoral, la admiración por el tramposo, la fascinación por la falta de escrúpulos. “Lo que el público reclama es la representación de la pasión, no la pasión misma”, dice, y traza así un paralelo con lo que puede verse en la televisión en cada gala cuando sale un participante: adentro de la casa quedan los atributos que lo hicieron popular o impopular. Griselda, la jovencita pulposa que ya nadie soportaba porque era insufrible verla de la mañana a la noche subida a sus tacos y pelando tetas para las cámaras, apenas salió de la casa y entró al estudio volvió a ser una madre que no podía seguir sin su hija.
Pero, antes de irse, Griselda ofrendó al espectáculo uno de los momentos cúlmines de esta edición. Su desazón al ver entrar a Claudia, más sexy que ella, y su llanto conmocionado en el confesionario porque su rival había entrado “encima con extensiones”, quedará grabado en los anales de los Grandes Sinsentidos que nos ocuparon la cabeza. Eso es ser espectador de televisión, después de todo: ser receptor de Grandes Sinsentidos.
Pese a que desde la producción de Gran Hermano se exacerba todo rasgo o movimiento que pueda ser asociado con estrategia, es decir con competencia, el espectáculo televisivo dista mucho de compartir la catarsis del catch. Las salas oscuras y de tercera categoría en las que se representaban los antiguos combates no eran un detalle menor. El medio era el mensaje, Mc Luhan. La masividad televisiva opera como un corset de lo políticamente correcto, y ahí está “el afuera”, más presente que nunca, regulando la moral de los jugadores para disfrazar sus estrategias, o lo que nos es mostrado como estrategia, de otra cosa, de algo más cozy, más humano.
Los jugadores de Gran Hermano corren más peligro psíquico que los luchadores de catch. El juego y su público no coinciden en lo que les reclama. El juego de Gran Hermano les reclama astucia, hipocresía, reflejos rápidos, objetivos claros, falsedad. El público, por su parte, reclama sinceridad, autenticidad, generosidad. De modo que aquí se acaba la relación con Barthes y entra la pregunta no formulada, no respondida, la intriga que nos involucra como espectadores globalizados de un espectáculo de masas que representa gestualidades del “afuera”: ¿No hay acaso cierto goce en comprobar en la pantalla que la sinceridad o la autenticidad no son las armas de un ganador? ¿No se prolonga ese goce en comprobar que como sujetos sociales estamos ante un dilema que no sabemos resolver? Esto es: para ganar el juego, hace falta estrategia, pero alguna lo suficientemente velada como para no vulnerar los principios que el público se regodea en sostener, como si de verdad creyera en ellos: hay que evitar las traiciones. Una traición alevosa será castigada con el voto del público.
Si de verdad toda la gente que en todo el mundo mira Gran Hermano creyera en esos valores, las ratas no deberían permanecer en el laboratorio. Están allí para recordarnos que no estamos seguros de ninguna moral.
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