› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
El otro día un amigo me envió un e-mail con varias ilustraciones. Ilustraciones del tipo cósmico. Cinco. En la primera se mostraba el tamaño de la Tierra comparado con los de Venus, Marte, Mercurio y Plutón. La Tierra era el planeta más grande. En la segunda ilustración se sumaban a la fiesta Júpiter y Saturno y Urano y Neptuno y todos eran más grandes que la Tierra. En la tercera ilustración brillaba el Sol y, ah, el Sol era tanto más grande que todos los demás. Y la verdad que yo me hubiera detenido aquí, porque ya me había hecho una idea de qué iba todo esto y cuáles eran las más que claras intenciones del ilustrador jugando por un rato a ser retratista planetario y total: mostrar y demostrarnos que no somos nada, que somos poco, que somos nada más que polvo en el viento o basuritas en el inconmensurable Gran Ojo de la Creación, sea este triangular o pentagonal o la forma en la que más les guste creer. Pero no: en la cuarta ilustración hacía su entrada triunfal Arturo, para quien el Sol era apenas del tamaño de un grano en su mejilla. Y en la quinta y última ilustración irrumpía Antares y –en letrita chiquititita– se nos informaba que el Sol, comparado con este gigante, tendría el tamaño de un píxel. Y, claro, están los que, seguro, se definirán con un “Pse... Pero el tamaño no es lo que importa y después de todo el nuestro es el único planeta con vida inteligente que se conoce”. Idea de la que yo no estoy seguro porque –pienso a veces– tal vez lo que ocurre es que absolutamente todos los planetas está habitados sólo que en diferente longitud de onda, o voltaje, o sistema de lectura del tipo PAL y VHS o Zona 1 y Zona 2. Es decir: desbordan de seres vivos y todo eso. Otra cosa es lo de la inteligencia porque, a ver, teniendo en cuenta lo que sí conocemos, ¿cómo definir vida inteligente?
Ya saben: cincuenta años de Europa. Continente más grande que algunos y más pequeño que otros pero con una diferencia: Europa sigue creciendo, no deja de crecer. Europa ya abarca 27 países y sumando. Y –como corresponde– cada vez hay más europeos y, según las encuestas, cada vez más europeos descontentos con esta idea de Europa expansiva, casi gaseosa y babélica. En los últimos días, revistas y periódicos y noticieros dedicaron espacio más que considerable al asunto del medio siglo de edad y abundaron las fotos de mandatarios, posando todos juntos, erguidos por la música marcial de himnos, sonriendo a la posteridad y mirándose de reojo y preguntándose quién es el más grande y quién es el más pequeño y comprendiendo que la cosa no es tan sencilla. Porque a la hora de establecer tamaños se suelen establecer comparaciones con uno y con otros. Y el más grande de esos puede ser el no más grande de aquellos y, sin embargo, tener la clave o la pieza faltante para solidificar la grandeza absoluta de esos otros o la insalvable pequeñez de los de más allá. De este modo, vivir en Europa –vivir en un país de Europa bajo los preceptos y condicionamientos de la Idea de Europa– es, en ocasiones, un ejercicio un tanto psicótico donde uno tiene la impresión de que cada uno, más o menos lejos de lo que se discute y se reparte y se precisa en la central de Bruselas, tiene su propio discurso para consumo interno donde, en comparación, siempre se es el más grande pero...
Algo así ocurrió noches atrás en el desde hace semanas muy promocionado programa de televisión con el un tanto inocurrente y demasiado largo título de Tengo una pregunta para usted, señor presidente. Al que se le ocurrió seguramente se dejó llevar por una fiebre tamañista del tipo qué cuernos me importa que los títulos con una coma en el medio no sean buenos, a mí me gusta así y punto. Peor será, supongo, cuando dentro de unas semanas el invitado sea Mariano Rajoy, del Partido Popular, y el programa tenga que retitularse en plan extra-large como Tengo una pregunta para usted, señor líder del principal partido de la oposición que está en contra de absolutamente todo y siempre parece sentirse insoportablemente irritado y pareciera que todavía no asume el hecho de que perdió las últimas elecciones para jefe de Gobierno en marzo del 2004.
En cualquier caso, ahí fue Zapatero a responder –en vivo y en directo y por primera vez en la historia nacional, con gran éxito de audiencia, más de 6.000.000 de televidentes ascendiendo hasta 16.000.000 si se suman los que sintonizaban durante las propagandas de House– las preguntas de cien españoles cuidadosamente seleccionados para componer una suerte de representación demográfica del homo-ibérico (macho y hembra, se entiende), quienes lanzaron preguntas previsibles, porque previsibles suelen ser las preocupaciones y desvelos de la gente. Zapatero arrancó con data que demostraba que España era más o menos el más grande país del mundo y del universo todo, pero la enumeración de porcentajes de desarrollo (más indicados para seducir a una multinacional de altura que para conformar al ciudadano de superficie) fueron recibidos con ceja enarcada por los concurrentes más preocupados por cuestiones acaso más terrenas y próximas como el terrorismo (ETA y la resaca de los juicios por el 11-M, donde ayer un abogado tuvo la idea delirante de preguntar acerca de una posible conexión entre los separatistas vascos y los musulmanes fundamentalistas durante... ¡los atentados al World Trade Center de 1993!), desempleo, la imposibilidad de acceder a la vivienda propia con sueldo mileurista, el temor ante una inmigración desordenada, el (tímidamente) costo de la monarquía y (desinhibidamente) el erosionante cansancio y la vergüenza ajena por las peleas ya casi histéricas entre el PSOE y el PP, donde unos publican las listas de los chicles que se pagaron con dinero público y otros deciden retirar la publicidad y sabotear a todo medio informativo relacionado con el Grupo Prisa (El País, la cadena radial Ser y un largo etcétera) porque no le gustaron las declaraciones de su dueño. Y la verdad sea dicha: a mí Zapatero me gusta mucho y me cae muy bien y ha hecho muchísimas cosas buenas (aunque desearía que renunciara a esa dicción contagiosa y un tanto robótica de considerar cada palabra como si se tratara de toda una oración) y sólo me parece superable por el magnífico y humano ministro del Interior Alfredo Pérez Rubalcaba. Pero también es cierto –no soy el único en pensarlo– que se lo vio un tanto frío y distante, demasiado técnico frente a las cámaras. Al punto que el único momento –y ya muy citado– de divertido desconcierto tuvo lugar cuando un tal Jesús Cerdán, de Pamplona, le reprochó la estafa encubierta y la inflación apenas secreta del euro dinamitando el poder adquisitivo para rematar con un “¿Usted sabe cuánto vale un café?”. “Unos 80 céntimos”, respondió Zapatero. A lo que Cerdán disparó un “Eso eran en tiempos del abuelo Patxi”. Al día siguiente, Zapatero se preocupó por fotografiarse tomando un café en el bar del Congreso (70 céntimos) y manifestarse satisfecho por la experiencia catódica. Un café más barato que el que se sirve en los bares a los que acude la gente como uno pero, seguro, mucho más caro (aunque más pequeño) que el que se sirve en las ardientes barras de Antares.
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