CONTRATAPA
Presencias
› Por Juan Gelman
Reverberaba aún en la conciencia europea el caso Dreyfus cuando Kafka escribió, en octubre de 1914, su relato más despojadamente cruel: “En la colonia penitenciaria”. En 1906 había sido rehabilitado el capitán Dreyfus, único oficial judío del Estado Mayor Francés, que bajo la falsa acusación de espiar para Alemania sufrió degradación, corte marcial y una condena por la que inauguró el ex leprosario de la Isla del Diablo convertido en colonia penal. El caso sacudió durante años las entrañas políticas de Francia, irradió a media Europa y, a caballo de la ola de antisemitismo que cundió, Maurice Barres formulaba el concepto de que el individuo sólo era un eslabón de la cadena de generaciones y estaba irremisiblemente conformado por la sangre de los ancestros comunes a toda la nación, a los que el judío era extraño. Se trataba del “Blut und Boden” –sangre y suelo– que Hitler enarboló décadas después como infame bandera de la Shoá. No es curioso que esos hechos tuvieran presencia en el judío Kafka y en su obra: Josef K., protagonista de El proceso, es arrestado inopinadamente una mañana y sometido a juicio sin razón. Como Dreyfus.
La Isla del Diablo –1200 metros de largo por 400 de ancho– se encuentra a 10 kilómetros de la costa de la Guayana francesa y la colonia penal sólo fue clausurada en 1944. De allí escapó en su novena tentativa el asesino Henri Charriere (a) Papillon, quien narró sus peripecias en una autobiografía que Dalton Trumbo adaptó para el cine en 1973. El cuento de Kafka se desarrolla en la colonia penal de una isla del trópico en la que se habla francés, y ahí terminan las cercanías con el caso Dreyfus. La existencia en el relato de una casa de té sugiere que la acción transcurre en Oriente. Claro que hay más: una máquina infernal que ejecuta prisioneros y antes graba en sus cuerpos la sentencia que se les impuso por alguna infracción. Es la tortura, la escritura del poder. El oficial a cargo de la máquina describe entusiasmado sus virtudes al viajero que la observa y puede leerse aquí el repudio de Kafka al avance técnico aplicado por secuaces del atraso. Algo, sin embargo, mella la exaltación del oficial: ha muerto el viejo comandante de la colonia penal que diseñó la máquina y el nuevo quiere abolir esa práctica. Ruega entonces al viajero, un investigador distinguido, que abogue ante el último por la continuidad del método.
El oficial elogia sus ventajas y su argumentación está cargada de pasado. Rememora cómo eran las ejecuciones en los tiempos del antiguo comandante: el valle repleto de gente rodeando la máquina desde el día anterior a la ejecución, fanfarrias, todos los altos funcionarios de la isla sentados en la primera fila del espectáculo, la puja por verlo de cerca cuando se acercaba el final de la víctima y la preferencia dada a los niños. “Gracias a mi oficio –aclara el militar–, yo podía estar siempre al lado; con frecuencia permanecía allí en cuclillas, con dos niños pequeños en mis brazos. ¡Cómo recibíamos todos la expresión de transfiguración del rostro atormentado! ¡Cómo manteníamos nuestras mejillas al resplandor de esa justicia alcanzada por fin y que ya se acababa! ¡Qué tiempos aquellos, camarada!” Es lo que hoy han de decirse los Videla, Massera, Suárez Mason y otros torturadores, asesinos y desaparecedores de cadáveres que nos tocó padecer. Lo mismo se dirán “profesionales” de esa laya en Chile, Uruguay y no pocos países de América latina.
El final del cuento es paradigmático. El viajero pide ver la tumba del comandante fallecido y enterrado en la casa de té debajo de una mesa que el oficial aparta. Sobre la losa hay una inscripción que dice: “Aquí descansa el viejo comandante. Sus partidarios, a quienes ya no se permite llevar un nombre, le han cavado la fosa y colocado la losa. Existe una profecía que dice que el comandante resucitará después de un cierto número de años y, desde aquí, guiará a sus partidarios para reconquistar lacolonia. ¡Creed y esperad!”. Kafka no se equivocaba y no hubo mucho que esperar. El viejo comandante se encarnó en Hitler, Stalin, otros, para hacer la lista corta. Tiene una gran capacidad de resucitación.
En 1916 Kafka hizo en Praga una lectura pública de En la colonia penitenciaria. La prensa lo calificó de “libertino del horror”. Kurt Wolff, su editor, se negó a publicar el cuento porque le parecía “demasiado repugnante”. Kafka le respondió a Wolff: “Como aclaración a este relato, tengo que añadir que no sólo él es repugnante, sino que más bien nuestro tiempo en general, y el mío en particular, fue y es repugnante, en particular el mío”. Kafka tal vez nunca imaginó que Hiroshima, Nagasaki, la Shoá, la globalización brutal y otros genocidios amontonarían más capas de repugnancia sobre esa repugnancia. Ni que personajes como Bush hijo se empeñarían en aumentar la cantidad y calidad del producto.