CONTRATAPA
Un pobre gato
› Por Rafael A. Bielsa
En junio de 1954, las autoridades norteamericanas estaban convencidas de que los norcoreanos habían perfeccionado un método para apoderarse de la mente y de la voluntad de los individuos. El investigador Gordon Thomas escribe que, con el fin de resolver el misterio del lavado de cerebro, Allen Dulles –el nuevo director de la CIA– decidió destinar fondos a un programa denominado MK-Ultra, con el objetivo de investigar los medios existentes para modificar la conducta humana. La Agencia abordaría el problema en todas sus dimensiones, y tanto la tecnología cuanto las ciencias aplicadas, la investigación física y psicológica, se emplearían hasta límites difíciles de determinar de antemano. Esto incluía la “acción ejecutiva”, expresión gerencial que en la jerga interna se usaba para referirse al crimen. La institución garantizaría la protección de todos los contratados para el proyecto, y no habría limitación en los recursos que se asignarían al emprendimiento.
El director científico Sidney Gottlieb emprendió una serie de programas que eran identificados con la sigla MK, seguida por el número de serie. El MK 142 era “un pequeño programa biológico de estimulación cerebral eléctrica”. Otros proyectos estaban diseñados para “matar o controlar a diversas distancias inferiores a una milla”.
En 1967, luego de haber trabajado algunos años en Estados Unidos, regresó a la Argentina David Schmuckler, un hombre todavía joven especialmente dotado para la electrónica. Creó la firma Davis, y lanzó al mercado el primer contestador telefónico automático argentino a cassette. “Había otros con cinta abierta, o con disco”, recuerda Adolfo, su hijo, en el menudo negocio de la calle Paraná casi esquina Corrientes. “Pero el nuestro fue el primero que contestaba por medio de un cassette y recibía con un grabador que previamente nos había traído el cliente. Luego fabricamos veinte modelos diferentes, incluido un equipo que consistía en un discador automático, y que recibía, contestaba, monitoreaba, reproducía música y estaba equipado con calculadora y un contador digital que señalaba la cantidad de mensajes recibidos y nueve funciones más. Eso, hasta 1977”, reniega Adolfo, “año en el que Martínez de Hoz abrió la importación”.
En una nota enviada por Sidney Gottlieb a Allen Dulles en 1954, se lee: “Como sabe, uno de los problemas que plantea la introducción de un aparato de audio en la pared o bajo el colchón es que, igual que las cámaras, éstos captan lo que ven y no lo que un ser humano captaría. Los mamíferos tenemos una porción del oído interno que conduce los sonidos al nervio, llamada cóclea, que oculta algunos ruidos y que nos permite mantener una conversación en mitad de una fiesta, por ejemplo. Pero cuando se graba una fiesta, se obtiene todo el ruido y no se puede distinguir la conversación. Hemos estado utilizando la cóclea verdadera de un gato vivo. Le pusimos un cable para que lo ocultara todo. Después lo entrenamos para escuchar conversaciones y no el sonido de fondo”.
“Un día –relata Adolfo Schmuckler–, llegó al negocio un amigo de mi padre, y le dijo: ‘Don David, usted que es un bocho de la electrónica, me están vaciando la fábrica. Necesito grabar las conversaciones telefónicas; ¿me fabrica un aparatito?’ Mi padre le pidió un grabador, y se lo fabricó. Pescaron a los ladrones y los mandaron a Alemania con pasaje de ida. A partir de ese momento, comenzaron a llovernos pedidos de ‘Watergate’, como llamamos el invento, pero mi padre decía: ‘Si yo tengo un contestador homologado por Entel., no voy a ponerme a fabricar algo no permitido por la ley’. Al final los hizo una empresa llamada ‘Belmont’, o algo así, y se llenó de plata. Ya en pleno desastre de Martínez de Hoz, vino del Brasil un señor que se llamaba Cavalcante Albuquerque. Lo recibimos en casa. ‘Venga a Brasil a fabricar allá’, le dijo a mi padre. ‘No problema; ¿cuánto quiere?’ ‘Nada’, decía mi padre, ‘yo ya estuve en EE.UU. y no mevoy más del país. Este es mi país’. El brasileño insistía: ‘¿O solar?, no problema; ¿dinheiro?, no problema, Banco de Brasil apoya, gobierno de Brasil apoya’. Mi padre se sonreía; murió unos años después, en el 81.”
“Gastamos mucho dinero”, continúa la nota de Gottlieb. “Abrimos el gato, le pusimos pilas y un cable. Utilizamos la cola como antena. Después lo probamos. Nos encontramos con que cuando tenía hambre se marchaba, así que le pusimos otro cable que le impedía sentir hambre. Entonces lo llevamos a un parque, y le dijimos: ‘¡Escucha a esos tipos y no escuches nada más: ni los pájaros, ni otros gatos, ni los perros. Sólo a esos dos!’ Cuando el gato cruzaba la calle, llegó un taxi y lo atropelló. ¡Ahí nos quedamos, sentados en la camioneta, dispuestos a grabar al gato mientras transmitía la conversación de los dos tipos! ¡Y el animal estaba muerto! Esos son los problemas imprevistos con que nos encontramos.”
“Yo seguí con la empresa”, explica Adolfo, y las cosas mejoraron hasta promediar el período de Alfonsín. Allí no sólo tuvimos que combatir contra la importación, sino contra el contrabando. Luego, con Cavallo no quedó más remedio que hacer el service de todos los equipos importados. ‘Auxilio post venta.’ Dábamos apoyatura técnica a General Electric, a Sanyo, a Phillips. Ahora, con el cambio del dólar, la gente vuelve a reparar. Durante Cavallo, tiraba y compraba. Lo terrible no es que nos haya ido mal, sino que cuando se importa con salvajismo, a nadie se le ocurre fabricar. Hacen falta maquinarias, instrumental; ¿quién va a invertir si no sabe lo que va a pasar? Hoy, lo máximo que se podría hacer es armar. Antes, nosotros hacíamos todo acá. Plaquetas, circuitos impresos, transformadores, gabinete. Sólo algunos componentes de la parte mecánica eran importados. Después, todo se volvió descontrolado e irracional. Si usted importaba una central telefónica, no tenía recargo, si quería importar material para hacerla, tenía el 25 por ciento de recargo. ¡Cosa de locos!”
Adolfo se toma un respiro y se sienta en unos sillones cetrinos de cuerina que ha dispuesto en la mínima recepción. “Una vez, en la Cámara de Telefonía de la que formaba parte, me puse a pensar: ‘si esto tiene que ocurrir, si es por el bien del país...’ Yo no era más que un poroto, pero había grandes empresarios desesperados. ‘Nada de esto puede ser por el bien del país. Ni hidrocarburos, ni vías aeronavegables, ni telecomunicaciones pueden privatizarse si el Estado no conserva por lo menos el 51 por ciento de las acciones...’”
Adolfo pasa sus manos por delante de los ojos, como si quisiera ahuyentar un desvarío. “Yo, ahí, pensando en el bien del país, mientras todo se iba al demonio. Cada vez que lo recuerdo pienso en mi padre, en mí, en cada uno de mis compatriotas... ¡Pobres gatos!”