› Por Juan Sasturain
El chino Lin Yutang fue, desde antes pero sobre todo a partir de la posguerra, un módico escritor de bestsellers que se dedicó durante más de treinta años a difundir la cultura y traducir la literatura milenarias de su país –Mi patria y mi pueblo (1935); La importancia de vivir (1937)–- mientras novelaba su propia biografía o avatares ajenos a cuatro manos y a dos lenguas. Este “chino profesional” –la ironía creo que es borgeana o de Bioy o de ambos– nacido a fines del XIX en China continental, hijo de un pastor cristiano, aunó en su formación las dos tradiciones religiosas. Educado en Shanghai, Harvard y Leipzig, Lin Yutang fue durante los años ’20 docente de literatura inglesa en la Universidad de Pekín y, a partir de su radicación en Estados Unidos en 1928, el ameno intérprete, para Occidente, de los misterios culturales de su país. Un chino bueno y sabio, ejemplar, que conjuraba con su sola presencia y prédica los prejuicios del estereotipado peligro amarillo en sus dos formas: el despotismo imperial y la amenaza de la Revolución de Mao. Coherente, burguesa, melancólicamente, Lin Yutang murió en Taiwan en 1976, a los ochenta años.
Embajador de buena voluntad y operador político más o menos encubierto, pastor filosófico propagador de un credo y una sabiduría sin dogmas excesivos, Lin Yutang se paseó largamente por el mundo practicando un anticomunismo liviano y funcional a su patria adoptiva, dando conferencias y recetas de buen vivir sin calentarse. Acá, sus libros, traducidos generalmente por Sudamericana, se vendieron muy bien durante décadas. Reconozco haberlo leído con placer sorpresivo y prejuicio decreciente. No las novelas, sí los textos de difusión cultural, sus antologías de narradores y poetas, sus biografías de Lao Tsé y Confucio. En uno de sus últimos libros traducido al castellano, Los placeres de un disconforme (1963), rejunte de ensayitos, diario de viajes y amables digresiones encontré, no hace mucho, un texto extraordinario: “Spadavecchia”.
Me llamó la atención el título porque coincidía con el nombre de una famosa cantina italiana de la Boca con sucursal marplatense, o viceversa. Ubicada a pasos de la mítica esquina de Suárez y Necochea, la Spadavecchia porteña fue durante décadas epicentro de un archipiélago de establecimientos similares, ruidosos ámbitos que monopolizaron el festejo programado –cumpleaños, recepciones, despedidas de soltero, cenas de fin de año– de mesas largas con manteles de papel y menú fijo y contundente: picada, ravioles y pastas varias, pingüinos de vino, flan mixto y tarantela de postre, con música berreta para corear y bailar a los culazos entre las mesas. La versión marplatense priorizaba los mariscos a las pastas, coincidía en el programado alboroto.
En Los placeres de un disconforme Lin Yutang recoge, entre otras cosas, una serie de conferencias que dictó por Latinoamérica en su gira del año ’62, y algunas reflexiones a partir de circunstancias vividas durante el periplo. En “Spadavecchia”, Lin Yutang arranca reflexionando en registro zen sobre el sentido del viaje –“Lo más difícil, cuando se viaja, es el arte de perderse. Un viajero perfecto no sabe de dónde viene ni adónde va”– y plantea la dificultad de dejar de ser un turista (acosado por el tiempo) y convertirse en genuino viajero, el que no va sino que simplemente está donde está, en ese momento absoluto, perdido, fuera del tiempo. Y ahí es cuando el chino, tras pormenorizadas referencias a su visita a la Argentina –estuvo en Buenos Aires y comió un chorizo en la Costanera; en Mar del Plata, y comió “los mejores mariscos de mi vida”; en Bariloche y pescó truchas–, se detiene en el momento y el lugar mágico, la cantina Spadavecchia –“Visité ambos locales”, confiesa–, convertida en ámbito de una irreconocible experiencia epifánica.
Dice Lin Yutang: “Era el ambiente, el espíritu de alegría natural, el grupo que cantaba canciones populares, que uno puede hallar en la parte antigua de Zurich, en Lausana y en cualquier otro lado, pero muy rara vez en Estados Unidos y no con el gusto, la vibración y la algarabía que vi en Spadavecchia. No había ningún espectáculo estudiado... El cantor no se hallaba sobre una plataforma; estaba entre la concurrencia. Escuchamos y cantamos ‘Qué será, será’, ‘Allá en el Rancho Grande’, una canción mexicana, ‘Angélica’, una zamba, y ‘Barrilito de cerveza’ y también ‘Nunca en domingo’”. Y al leerlo no puedo dejar de recordar a Lévi-Strauss describiendo el acto de tomar mate con una mirada semiótico-antropológica –la referencia me la dio Elvio Gandolfo–, un extrañamiento que hace casi irreconocible el uso cotidiano, convertido en ritual. Claro que lo de Lin Yutang es un desfasaje diferente, inverso: no se quedó afuera de lo cotidiano sino que se perdió adentro del simulacro. Porque no cabe duda de que lo que sintió, conmovido, el veterano chino esa noche en la cantina fue muy fuerte y verdadero: “Aplaudimos, pateamos, bebimos, enlazamos las manos y mecimos nuestros cuerpos al compás del ritmo y reímos como niños –-continúa explicando–. Algunos bailaban donde no había lugar apropiado para hacerlo... Era tan grande el barullo en medio del canto, que se conversaba escribiendo sobre el papel que cubría la mesa. Fue para mí una noche inolvidable”. Ya lo creo, Lin. Sólo un pedo alegre como el que te pescaste explica que hayas vivido semejante berretada programada como un momento extático de suspensión de la temporalidad.
Y sin embargo, más allá de facilongas ironías, bien que nos podemos identificar con el cuento del chino básico. Como Lin Yutang, todos tenemos un par de apasionadas experiencias / Spadavecchia que no soportarían el mínimo examen. Incluso –intuimos– muchas, por no decir casi todas las experiencias inolvidables que recordamos y cultivamos como determinantes o significativas en nuestra vida, se apoyan o sostienen en equívocos y malentendidos semejantes. Mitificamos hechos, recordamos selectivamente, tergiversamos circunstancias, reconstruimos fragmentos selectos de un pasado ilusorio. Y está claro: no importa lo que pasó en realidad y lo que significaba para otros o todos los demás, sino lo que hemos hecho con eso. Incluso los países, las religiones –sin ir más lejos– funcionan así.
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