Jue 24.05.2007

CONTRATAPA

Héroes de la heroína

› Por Juan Gelman

Las cifras son escalofriantes: en Afganistán, año 2006, se cultivaron 165.000 hectáreas de amapolas, de las que se extrae el opio que se convierte en heroína, contra 74.000 en el 2002, y se obtuvieron 6100 toneladas de opio contra 3400, respectivamente (informes de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Unodc, por sus siglas en inglés). Cabe señalar que el inicio de ese incremento feroz coincide con la invasión del país islámico por tropas de la OTAN, EE.UU. al frente. Se impone otra comparación: en el 2001, bajo el régimen talibán, la extensión cultivada de amapolas se redujo a 7606 hectáreas, un 2200 por ciento menos que en el 2006, y la producción de opio fue de 185 toneladas, casi 3300 por ciento menos que en el 2006. Este fenómeno que tuvo lugar en apenas cinco años es digno de consideración.

Afganistán solía aportar una elevada proporción de opio al mercado mundial, pero en julio del 2000 el mulá Mohammed Omar –comandante de los Creyentes– ordenó por razones religiosas la erradicación de ese cultivo. La experiencia tuvo un éxito que la Asamblea General de la ONU celebró en octubre del 2001, días después de que comenzaran los bombardeos norteamericanos a ciudades afganas: el estudio anual de la Unodc reveló que la producción de opio en el 2001 había decrecido un 94 por ciento respecto del año anterior y más del 97 por ciento respecto de 1999. “Ningún otro Estado miembro de la Unodc ha implementado un programa semejante”, señaló el vocero del organismo (www.unodc.org, 12-10-01). Pero los talibanes fueron derrocados y la situación se revirtió por completo.

Está vastamente documentado que durante la ocupación soviética (1979-1989) las operaciones de apoyo de la CIA a Osama bin Laden –al que convirtieron en su agente– y a los mujaidines afganos que luchaban contra el invasor se financiaban con el lavado de narcodólares reciclados gracias a una compleja red de bancos del Medio Oriente y de empresas de fachada de la CIA. Una investigación del profesor estadounidense Alfred W. McCoy revela que a partir de 1979, año en que comenzaron las operaciones encubiertas de la CIA en Afganistán, centenares de laboratorios que producían heroína se instalaron a ambos lados de la frontera afgano-paquistaní, llegando a cubrir el 60 por ciento de la demanda estadounidense. La CIA controlaba el tráfico del producto y a mediados de los ’80 su estación en Islamabad era una de las más grandes del mundo: así financió a los talibanes y a otros movimientos antisoviéticos en Asia Central (Michel Chossudovsky, www.globalresearch.ca, 5-5-05). La orden del mulá Omar creó escasez de heroína en el mercado europeo y sus precios subieron al galope. No es aventurado conjeturar que ésta sería otra de las razones de la invasión a Afganistán. Con el cobijo de la OTAN y del gobierno títere de Karzai, los campesinos afganos comenzaron nuevamente a cultivar amapolas. Como nombre de mujer, es dulcísimo. Convertido en heroína, es letal.

Los talibanes impulsaban su cultivo en todo territorio recuperado en la lucha contra los soviéticos y nada diferente hacen hoy los ocupantes: pasan por radio mensajes en los que aseguran que sus tropas “no destruyen los campos de amapolas..., no desean privar a las personas de su medio de vida” (The Guardian, 27-4-07). Sería un dudoso gesto de humanismo si no fuera porque el comercio de heroína constituye una parte apreciable de los beneficios del narcotráfico que, estima la Unodc, son de 400 a 500.000 millones de dólares anuales. No es lo que reciben los campesinos afganos, desde luego. El precio de la heroína en la calle es de 80 a 100 veces superior al del opio que venden (La Voz de América, 27-2-04). Entre estos dos extremos existe una red de intermediarios que desdibuja la línea que separa a narcotraficantes de políticos, “empresarios”, policías y militares corruptos y servicios de inteligencia. A Wall Street y al sistema bancario y financiero de Occidente tampoco les va mal gracias a su higiénica tarea: el FMI calcula que la cantidad de dinero sucio que se lava anualmente en el mundo oscila entre 590.000 millones y 1,5 billón de dólares –del 2 al 5 por ciento del PBI mundial– (Asian Banker, 15-8-03) y que una buena parte de esa suma corresponde al narcotráfico. Sus ingresos en efectivo ocupan el tercer lugar en importancia después del negocio petrolero y de la venta de armas (The Independent, 23-2-04).

Los grandes medios norteamericanos suelen afirmar que los talibanes y los señores de la guerra son los beneficiarios del cultivo del opiáceo y que así obstaculizan la marcha de Afganistán “hacia la democracia”. Lo cierto es que grupos empresariales aliados con el crimen organizado sostienen el narcotráfico y compiten por el control geopolítico y militar de las rutas de las drogas, algo tan estratégico como en el caso del petróleo y de los oleoductos. La CIA, por su parte, ha desarrollado lazos encubiertos con importantes asociaciones de narcotraficantes a las que protege: de esas relaciones sale, por ejemplo, el dinero para los escuadrones de la muerte especializados en decapitar a civiles iraquíes. Ni Panglós encontraría razones para el optimismo ante semejante paisaje.

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