CONTRATAPA
Un padre
› Por Juan Gelman
“Mi amado hijo Arik, carne de mi carne y sangre de mi sangre, fue asesinado por palestinos.” Así comenzó Yitzhak Frankenthal su discurso frente a la residencia del primer ministro israelí en Jerusalén. “Mi hijo, alto, de ojos azules y cabellera dorada, que siempre sonreía con la inocencia de un niño y la comprensión de un adulto. Mi hijo”, continuó. Corría el sábado 27 de julio último, cinco días después de que una bomba israelí de una tonelada fuera arrojada en un barrio populoso de Gaza, matando a Sala Shehade, jefe del brazo armado de Hamas, y a otros 14 palestinos, 11 niños entre ellos, e hiriendo a 140 civiles. Vinieron las respuestas: el miércoles 31 estalló una bomba en el comedor de la Universidad Hebrea de Jerusalén causando 7 muertos y 84 heridos, casi todos estudiantes. El domingo 4 y el lunes 5 de agosto, terroristas palestinos ocasionaron la muerte de 14 israelíes, dos niños entre ellos, y más de 50 heridos. Cuatro mil civiles palestinos celebraron en Gaza la voladura de un autobús lleno de soldados israelíes. Se amplía la espiral de odio entre una sociedad que pierde vidas en bodas, cenas y discos, no en combate, y otra sometida a una larga ocupación, a humillaciones incontables, al hambre y a represalias militares absolutamente desproporcionadas. La primera es un Estado, la última no. El líder de la primera quiere, al parecer, expulsar a los palestinos de Palestina. El líder de la última supone, al parecer, que los atentados terroristas obligarán a Tel Aviv a retirar sus tropas de los territorios autónomos palestinos, como sucedió en El Líbano. Ambos se equivocan y los errores de cada uno se alimentan y sostienen mutuamente. Esta lógica de terror y contraterror ha dado también muerte a toda perspectiva de paz en Medio Oriente.
Se requiere una cabeza lúcida, convicciones y un corazón claro para no dejarse arrastrar por el odio y el error. Frankenthal es presidente del Círculo de Padres, una asociación que agrupa a familiares de víctimas del conflicto árabe-israelí, y posee esas tres calidades en alto grado. Su hijo fue asesinado el 7 de julio de 1994: “Si para castigar a sus asesinos –afirmó– hubiera que matar a niños y civiles palestinos inocentes, yo pediría a las fuerzas de seguridad que esperaran otra oportunidad. Si las fuerzas de seguridad tuvieran que matar a palestinos inocentes, les diría que no son mejores que los asesinos de mi hijo”. Estas opiniones suelen acarrear en Israel epítetos tales como “traidor” o “judío que se odia a sí mismo”, y hace falta valentía para formularlas, y además, frente a la casa de Sharon. “Diría a las fuerzas de seguridad –agregó el padre de Arik– que no asesinaran al asesino (de su hijo). Que mejor lo lleven ante un tribunal israelí. Ustedes no son el Poder Judicial. Su única motivación no debe ser la venganza sino la prevención de cualquier daño a los civiles inocentes.”
Se ignora si Sharon escuchaba detrás de las ventanas cerradas de su casa. Si lo hizo, padeció una densa lección de moral. “La ética no puede dejarse a discreción de un frívolo o de un gatillo fácil –insistió Frankenthal–. Nuestra ética pende de un hilo, a merced de cualquier soldado o cualquier político. No estoy para nada seguro de que deseo delegar mi ética en ellos... porque la ética está siendo distorsionada y la conducción política y militar (de Israel) ni siquiera tiene la integridad más elemental de decir ‘lo sentimos’.” Para el padre del joven alto y de ojos azules asesinado por un palestino, la ética israelí “se perdió de vista mucho antes de los atentados suicidas. El punto de ruptura se produjo cuando empezamos a controlar a otra nación. Mi hijo Arik nació en una democracia con la posibilidad de lograr una vida decorosa y estable. El asesino de Arik nació bajo una ocupación aplastante y en un caos ético. Si mi hijo hubiera nacido en su lugar, podría haber hecho lo mismo. Si yo mismo hubiera nacido en el caos político y ético que es larealidad cotidiana de los palestinos, hubiera seguramente tratado de combatir al ocupante: de no hacerlo, habría traicionado mi esencia de hombre libre. Que todos los bien pensantes que hablan de los despiadados asesinos palestinos se miren bien al espejo y se pregunten qué habrían hecho ellos si vivieran bajo una ocupación. Puedo decir por mí que yo, Yitzhak Frankenthal, me hubiera convertido sin dudarlo en un luchador por la libertad”.
Arik no fue asesinado porque era judío sino por ser “parte de la nación que ocupa el territorio de otro –subrayó–. Sé que estos conceptos son insoportables, pero debo exponerlos claramente y en voz alta porque vienen de mi corazón, el corazón de un padre cuyo hijo no alcanzó a vivir porque el poder cegó a su pueblo... Lamento decirlo, pero la culpa es enteramente nuestra. No pretendo absolver a los palestinos ni justificar en modo alguno los ataques contra civiles israelíes. Ningún ataque contra civiles se puede perdonar. Pero, como fuerza de ocupación, somos nosotros los que pisoteamos la dignidad humana, los que aplastamos la libertad de los palestinos y los que empujamos a toda una nación a cometer actos de loca desesperación”. Así habló Yitzhak Frankenthal, a pesar de su dolor y de su pérdida. Y no importa que el odio mutuo generalizado haya dejado solos a los israelíes que piensan como él. Son la conciencia de un país y bastan para que la moral que lo fundó no sea un artefacto oxidado.