Vie 09.08.2002

CONTRATAPA

EE.UU.

› Por Sandra Russo

El sábado alquilamos Annie Hall. La miramos entera sin reírnos ni una vez. Era extraño. La recordábamos como una comedia, pero la volvimos a ver, pasados más de veinte años, como una película casi melancólica que básicamente hablaba del fin del amor. Los mohínes hipernaturales de Diane Keaton, su vestuario extravagante, el paseo por la neurosis de un Woody Allen todavía con pelo habían permanecido atesorados en la memoria, y en cierto modo lamentamos haberla visto de nuevo. Era mejor recordarla con el plus que siempre los recuerdos les agregan a las cosas que alguna vez nos fascinaron.
Annie Hall fue una de las primeras perlas norteamericanas que nos encandilaron después de haber aborrecido, necesariamente y durante largos años, todo lo que venía de Estados Unidos. Pero no se podía ser tan necio. Ante algunas evidencias del genio norteamericano había que rendirse, y Annie Hall fue en su momento una de esas evidencias.
Por aquella época, la época de nuestro propio esplendor en la hierba, los jóvenes se dividían, como ahora y siempre, en bandas con códigos de pertenencia y de diferencia. Nosotros éramos los hermanos menores de los militantes de los `70, los que mientras ellos hablaban de cosas importantes en la pieza del fondo, nos íbamos a la pieza de más al fondo a escuchar música progresiva y a leer al Conde de Lautréamont. Para ellos éramos unos cabezas huecas que no se mostraban demasiado inclinados a cambiar el mundo. Estábamos más propensos a cambiar nuestra percepción del mundo con hongos mexicanos y algunas tímidas sustancias ilegales.
Pero las cosas pasaron como pasaron y eso fue incontestable. Los hermanos mayores empezaron a desaparecer. Cambiamos El lobo estepario por Para leer al Pato Donald. Hubo mucho, mucho olor a muerte, y maduramos de golpe. Literalmente, de golpe. Mientras otras bandas de jóvenes, los Rebelde Way de aquella década, bailaban con “Fiebre de sábado por la noche”, íbamos al cine Arte a ver cine polaco. Y ya mirábamos mal a los que llevaban puestas remeras con la bandera norteamericana. No hacía falta demasiada astucia para advertir que la CIA había estado y estaba detrás de los sucesivos gobiernos militares que uno tras otro fueron aniquilando a los hermanos mayores en casi todos los países del patio trasero.
Nosotros, que habíamos leído con fruición deleitada las largas estrofas del “Canto a mí mismo” de Whitman, debimos darnos por enterados de que aquella enorme nación a la que Whitman le había cantado con el pretexto poético de la primera personal del singular, había degenerado en una máquina insaciable de avidez, en una fuente inescrupulosa de crímenes fronteras afuera, en una exportadora aberrante de doctrinas asesinas. Sin habérnoslo propuesto, casi a la fuerza, quedamos convertidos, nosotros, los cabezas huecas, en el enemigo interno. Nos defendimos de diversas maneras. Una de ellas fue el odio larvado, creciente y visceral por “lo norteamericano”, tantas veces enunciado como “lo americano”, dándonos en esa enunciación por deglutidos, por ignorados, por asimilados, por hechos, por vencidos.
Pero un día, con el correr de los años, la CIA dejó de estar en nuestras mentes como una amenaza y empezó a ser apenas una parte argumental de “Los Expedientes X”. Ya teníamos un montón de amigos viviendo en Nueva York, la gente viajaba a Miami y volvía a usar remeras con la bandera norteamericana. Cada año veíamos las películas de Woody Allen y hasta creíamos amar a la distancia a aquel Manhattan olfateado como el centro innegable de un mundo del que nos sentíamos parte.
Claro que Estados Unidos no es sólo su gobierno, pero indignados como nos indignamos con nuestros propios gobiernos cuando condenan a Cuba ante la ONU, nos preguntamos cómo se sentirá la gente honrada, la buena gente, la gente querible norteamericana cuando su gobierno va muchísimo más allá, y llama “daños colaterales” a los asesinatos de civiles en cualquier parte del mundo en que a ellos se les ocurra dar clases de democracia. Cómo se sentirá la gente de bien norteamericana cuando su gobierno sigueaplastando sin piedad a países enteros. Cómo se sentirán los honestos carpinteros norteamericanos cada vez que se hace evidente que los ideales que en su origen reivindicaron al individuo como una forma de reivindicar las libertades personales hoy son gas tóxico, misiles, usura, fraude, coima, chantaje hacia el vecino, el otro, el latino, el pobre, el débil, el exótico. Si hay norteamericanos indignados con la barbarie de su gobierno, se indignan en voz baja. No se los escucha desde aquí.
El péndulo vuelve a correrse de lugar una vez más. Estados Unidos vuelve a significar, como antes, no la ayuda sino la amenaza; no el ejemplo sino el bochorno; no la civilización sino la gula. El Manhattan de Woody Allen siempre fue de Woody Allen y de los norteamericanos. Incluso si les vendemos el alma por unos cuantos papeles que serán transferidos de banco a banco, a lo sumo nos dejarán mirar por la ventana, que es el lugar por donde miran las fiestas los criados.

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